viernes, 13 de mayo de 2016

Dominga, Francisca, Flora. Soy una fugitiva, una profana, una paria




Sara Beatriz Guardia
Decencia y recogimiento en el vestir
Texto correspondiente al primer capítulo del libro: Dominga, Francisca, Flora. Soy una figitiva, una profana, una paria.
El 2 de febrero de 1784, Carlos III concedió a Don Antonio Álvarez y Jiménez, Teniente Coronel de los Reales Ejércitos, el cargo de Gobernador e Intendente de Arequipa, una de las más importantes y extensas administraciones del Perú que comprendía, Camaná, Moquegua, Arica, Tarapacá, Cailloma y Condesuyos. Capitán del Regimiento de Galicia de reconocida actuación en Europa, Álvarez y Jiménez arribó a Arequipa en 1785, y pronto recorrió los pueblos y distritos más alejados, cuya abundante documentación refleja el estado y situación de sus pobladores; también sus costumbres y anhelos. Entonces, era Inquisidor en Lima, Francisco de Abarca y Gutiérrez de Cossío, natural de Santander.

Durante el recorrido advirtió que en todas las provincias existía un clima de tensión frente al abuso de poder; y no se trataba solo de algunas ciudades, Álvarez y Jiménez visitó San Juan Bautista de Characato, Mollebamba; las parroquias de Santa Marta, Yanahuara, Caima, Paucarpata, Sabandía y Chiguata. Posteriormente recorrió los pueblos de Chuquibamba, Pampacolea, Viraco, Andagua, Choco, Cayarani, Chachas, Orcopampa, Salamanca, Yanaquigua, Mollebaya, Quequeña, Yarabamba, Moquegua, Cárumas, Ubinas, Ornate y Puquina. Entre 1791 y 1793, Tambo, Vítor, Uehumayo, Locumba, lio, Ilabaya y Candarave; y finalmente hasta 1796, Tacna, Arica, Tarata, Copta, Belén y Zama.

Al regreso de uno de sus viajes, el Gobernador Intendente, permaneció varios días en sus habitaciones sin hablar con nadie. Repasó diferentes acontecimientos de su vida que lo habían conducido hasta ese momento, y supo que estaba destinado a poner orden en la ciudad. Era un día soleado y quieto cuando apareció en la puerta de su dormitorio con el rostro desencajado por el insomnio, y se dirigió a su despacho a medio vestir ante la mirada atónita del mayordomo. Había terminado de escribir las memorias de sus visitas, que contenían las medidas que dictó “para el mejor gobierno y policía de la ciudad de Arequipa”. Era el jueves 1 de marzo de 1792:
Que las casas donde se vendiesen licores y brebajes se cerrasen a hora cómoda, (…) y que están obligados así éstos, como todos los demás Oficios y Artesanos a mantener un farol en la puerta cuya luz alumbrase hasta las diez de la noche, hora límite de funcionamiento. (…) Que ninguna persona pudiese llevar espada desnuda, ni con la bayna abierta, ni usar otras cualesquiera armas de acero, o de fuego, ni otros instrumentos agudos y cortantes…” También prohibía los juegos y apuestas."
Exhortaba al cumplimiento de los contratos celebrados con cualquier persona, y que “los negros, negras y demás gente de color” que hubiesen fugado fueran aprendidos y apresados. Gente levantisca y maleducada que tenía la mala costumbre de dejar animales a la entrada de las casas estorbando el paso y desmereciendo el ornato de la blanca ciudad.  Ya el 31 de mayo de 1789, se había expedido una Real Orden sobre los esclavos.

También existían referencias para los plateros, los comerciantes de ropa, comisarios, médicos, tintoreros, escribanos y procuradores. Hasta ahí no había nada nuevo. En otras ocasiones se había intentado regular la venta de licor, el juego y el uso de armas. Pero lo que produjo gran revuelo fue lo que venía a continuación: se prohibía a las mujeres el uso de “trajes escandalosos por respeto y temor a Dios y adoración de las santas imágenes”. Aunque a decir verdad, tampoco era una novedad. Años antes, Juan Ramos de Lora, primer obispo de Mérida, Venezuela, y fundador del Real Colegio Seminario de San Buenaventura, fijó rígidas normas de cómo debían ir vestidas las mujeres a la iglesia, siguiendo una antigua costumbre que vincula el vestido femenino con el honor y la decencia.

En los siglos XVIII y XIX, en un orden social basado en clases y raza, el honor ocupó un lugar dominante. Como señala Sara Chambers, el sentido del honor, la vestimenta, y los títulos oficiales afirmaban la legitimidad del dominio español, también un discurso patriarcal donde el honor era preponderantemente masculino.

La ordenanza del Gobernador Intendente de Arequipa, fue acogida con beneplácito por la Iglesia. Desde el púlpito, varios sacerdotes lanzaron encendidos discursos contra las mujeres que se empeñaban en vestir trajes ajustados, con abundancia de rellenos para aumentar las caderas y senos con varillas de madera y fierro; amplísimas faldas redondeadas por el uso de aros de metal, faldellines tan angostos y encarrujados que caminaban acortando el paso y dando pequeños saltos. La arenga dirigida a sectores pudientes y conservadores dividió a las mujeres, las de mayor edad y las casadas se mostraron a favor del vestir con “decencia y recogimiento”, mientras que las jóvenes pugnaban por continuar usando adornos y sayas de seda que resaltaban su provocativa belleza. Los exhortos continuaron sin que el influyente obispo de Arequipa, Pedro José Chávez de la Rosa rompiera su silencio, hasta que los primeros días de diciembre de ese año llegaron a Arequipa procedentes del Colegio de Tarija tres austeros monjes franciscanos: fray José Neves, fray Antonio Comajuncosa y fray Tomás Nicolau.

Temprano al día siguiente se dirigieron a visitar al obispo a fin de obtener el permiso e iniciar su misión. Chávez de la Rosa les explicó el carácter y las costumbres de la feligresía arequipeña, a veces un tanto díscola pero en general obediente y piadosa; y tuvo especial cuidado en advertirles que no mencionaran en sus sermones el tema de los trajes ajustados, ni los rellenos y los aros prohibidos a las mujeres.

- No hay necesidad de atizar un fuego que se está extinguiendo - les dijo mientras los observaba dirigirse a la puerta.

Pero eso fue precisamente lo que hicieron los frailes en su primer sermón en la Catedral. Arremeter contra “la vanidad e indecencia de las mujeres”, al usar adornos y atavíos que eran instrumento del demonio. Levantando los brazos al cielo, Fray José Neves invocó a los sacerdotes para que negasen la comunión a las mujeres que persistían en usar vestimenta del pecado, y conminó a los jóvenes para que al verlas pasar exclamasen volviendo el rostro: ¡Ave María Purísima!

Tan convincente fue el discurso, tal pasión y certidumbre expresó, que varias damas salieron del templo, se quitaron aros y almohadones y les prendieron fuego en la Plaza de Armas, centro político, religioso y comercial de la ciudad. Mientras enardecidos grupos de jóvenes recorrían las calles gritando: ¡mueran los aros! atropellando a las mujeres que encontraban a su paso, insultándolas y arrebatándoles joyas y adornos.

Al final del día la ciudad estaba conmocionada. En los hogares de las mujeres agredidas había indignación. ¿Cómo era posible que el Intendente Gobernador don Antonio Álvarez Jiménez haya ocasionado ese daño con su ordenanza? Él que comprendía tan bien a Arequipa, que durante años recorrió pueblos y valles que describe en sus Memorias. Hombre culto y dedicado a la ciudad, encargó al secretario de la Intendencia, Francisco Vélez y Rodríguez, topógrafo y matemático, levantar el más antiguo mapa que se conoce de Arequipa en 1794.

Un nutrido grupo se dirigió al Palacio del Gobernador dispuesto a exigirle que así como había dado la ordenanza de igual manera resolviera el asunto. Álvarez Jiménez los recibió amablemente y les explicó el sentido de su ordenanza, concluyendo que era la Iglesia la llamada a serenar los ánimos, puesto que él ni había condenado, ni arremetido contra las mujeres invocando su excomunión.

- Solo intento poner orden en Arequipa como corresponde a mi investidura – dijo. Era un hombre afable, respetado, casado con la dama española, María Isabel Thomas Ranze, y padre de Ignacio Álvarez Thomas, que luchó en el sitio de Montevideo en 1807, y participó en la Revolución de Mayo.

Todos guardaron silencio consternados, era más fácil confrontar al Gobernador que al obispo. Álvarez Jiménez entendió rápidamente el desánimo reflejado en los rostros y llamó a su secretario.

- Diríjase donde el obispo Chávez de la Rosa acompañando a estos señores y dígale de parte mía que resuelva la situación lo más pronto posible.

Por las calles de Arequipa todos siguieron al secretario hasta el Palacio Episcopal de San Juan Nepomuceno, mientras en el recorrido se fueron uniendo más y más personas. Fiel a su costumbre de no involucrarse en problemas que consideraba menores, la primera reacción del obispo fue bajar el tono de la protesta calificando de “travesuras” la acción de “los muchachos”. Pero cuando el secretario le repitió que estaba allí en nombre del Gobernador, tuvo que aceptar que la responsabilidad había recaído en el jefe de la Iglesia y que era necesario obrar con celeridad.

No era momento para crear más problemas. Por doquier estallaban revueltas y conspiraciones y el descontento era cada vez mayor. ¿De qué había servido que a finales de 1778 y por orden real se prohibiera la lectura de Historia de América de William Robertson, a propósito de la independencia de Estados Unidos? De nada, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Amantes del País, y el primer número del “Mercurio Peruano”, la inicial publicación que afirmó un sentimiento patriótico, apareció el 2 de enero de 1791.

El obispo Chávez de la Rosa envió un mensaje al Dean de la Catedral de Arequipa, Juan de la Cruz de Errasquín, con una orden terminante. Poco después el Dean convocó con carácter de urgencia a los padres franciscanos, y cuando los tuvo al frente les leyó la Ley 19, Título 12, Libro I de la Recopilación de Leyes de Indias, que advierte evitar todo acto que pudiera originar inquietudes contrarias a la doctrina de la Iglesia, y los conminó a pedir disculpas públicas a la feligresía al día siguiente a más tardar.

Nunca había sucedido nada semejante en Arequipa. Toda la ciudad se volcó a las calles con dirección a la Plaza de Armas para escuchar a los frailes. El primero en aparecer fue fray Tomás Nicolau, quien con voz serena pronunció un discurso totalmente ajeno a los acontecimientos del día anterior. Ante el asombro de la concurrencia se abocó a condenar la usura y la codicia, y así como había entrado, con aire de recogimiento y actitud de orar se retiró. El segundo, fray José Neves, con  voz dolida explicó que no había sido su intención producir desmanes ni ultrajes, sino más bien lograr la gracia de Dios para hombres y mujeres.

- Es el demonio que se ha interpuesto en nuestro propósito – concluyó consternado.
- Les pido mantener la pureza de corazón para que Satán no vuelva a engañarnos – agregó fray Tomás Nicolau.

Apareció entonces fray Antonio Comajuncosa. Con voz apagada pidió a la Virgen María espíritu de reflexión y protección para la ciudad de Arequipa, y poniéndose los tres de rodillas rezaron un Ave María seguido por un emocionado gentío. Al cabo de lo cual se retiraron cabizbajos y dolientes.

Doña María Magdalena de Cossío y Urbicaín había seguido la explicación de los frailes desde un lugar apartado. Las mujeres que insistían en vestirse de manera inadecuada eran las verdaderas culpables del escándalo, pensó mientras se dirigía al carruaje que la esperaba a poca distancia. Era hija de don Mateo de Cossío y de La Pedrueza, natural de la Villa de Castro Urdiales del Obispado de Santander, caballero de la orden del Glorioso Apóstol Santiago, Teniente Coronel del Ejército y Coronel del Regimiento de Caballería de las Milicias Provinciales regladas de Arequipa. Su madre, doña María Joaqui­na de Urbicaín y Carasa, era oriunda de Arequipa. Don Reymundo Gutiérrez de Otero, su esposo, también era caballero de la orden del Glorioso Apóstol Santiago y Teniente Coronel del Regimiento de Milicia, oriundo del Valle de Soba en el Obispado de Santander, hijo de don Tomás Gutiérrez de Otero y de doña Josefa Martínez del Campo.

Había sido un largo día. Desde temprano empezó el movimiento de los criados preparando los carruajes para dirigirse a la Plaza de Armas. Doña María Magdalena, que así la llamaban todos a pesar de sus escasos 15 años, le dio de lactar a su pequeño hijo, José María, de cuatro meses de nacido, y a modo de saludo le dijo a su marido:

- Su ilustrísima, el obispo Chávez la Rosa, no ha debido obligar a esos buenos frailes a que pidan disculpas.
- No tenía otra elección – repuso amable don Reymundo.
- ¿Cree usted que podría asistir hoy a la Iglesia? - preguntó.

Se habían casado, tal como consta en la partida de matrimonio registrada en la Parroquia del Sagrario, el 2 de mayo de 1791 en el oratorio público del Palacio Episcopal de San Juan Nepomuceno. El obispo Pedro José Chávez de la Rosa los desposó y ofició la misa. Don Reymundo tenía 38 años y doña María Magdalena 14; fueron sus testigos el Vicario General, Mariano Rivera Araníbar, el Cura Rector José Antonio Pérez, el Capitán de Regimiento de Lima, Joseph de Noriega y Chávez, y el Teniente Coronel de Milicias, José Tristán y Carasa.

Doña María Magdalena lució un elegante vestido de raso ribeteado de encaje, pechera y puños de rosalina perlada, bordado de moda en el siglo XIX que consistía en flores adornadas con pequeños círculos parecidos a las perlas.  Llevaba los cabellos recogidos en bucles cubiertos con una mantilla de seda bordada en plata, y un rosario de nácar en las manos que delataban su nerviosismo. La seguía su pequeño hermano, José Mariano de Cossío y Urbicaín, con un cortejo de niños. Pese al lujo del atuendo y a la distinción de su familia, no aportó una dote significativa. Según el inventario de bienes realizado antes de celebrarse la boda, don Reymundo poseía 232,492 pesos en bienes y mercadería de sus casas comerciales establecidas en Cádiz, Arequipa, Camaná, Puno, Cusco, Oruro y Cochabamba, mientras que ella figura solo con 16,940 pesos. 

Entre los notables de la ciudad que asistieron al banquete ofrecido en honor de los recién casados, le correspondió el primer lugar al obispo Pedro José Chávez de la Rosa, quien desde que tomó posesión de su diócesis el 6 de setiembre de 1778, dejó sentir su influencia en el desarrollo de las ideas liberales de Arequipa. Reorganizó el Seminario San Jerónimo, convirtiéndolo en un importante centro de estudios donde se impartían cursos de Teología, Sagrada Escritura, Disciplina Eclesiástica, Doctrina Cristiana, Latín, Griego, Gramática Castellana, Filosofía, Matemática, Física, Derecho Natural, Derecho Civil y Canónico.

En las aulas del Seminario de San Jerónimo se formó una generación de brillantes peruanos que a partir de 1810 cumplieron un rol decisivo en la lucha por la independencia: Francisco Xavier de Luna Pizarro, Mariano Melgar, Francisco Gonzáles de Paula Vigil, el sacerdote Mariano José de Arce, José María Corbacho, Benito Lazo, Andrés Martínez, Evaristo Gómez Sánchez, Ángel Fernando y Francisco Quiroz. Unidos a las aspiraciones e ideales de Francisco de la Fuente y Loayza, coronel Mateo de Cossío, Mariano de Rivero y Araníbar, Martín de Arispe, Juan de Egaray, Marcos Dongo, Fray Gualberto Valdivia, Manuel Amat y León, y Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. Este último formó parte del grupo de jesuitas expulsados en 1767 por Carlos III, y quien redactó su Carta a los españoles-americanos, en Italia donde se encontraba exiliado, sin imaginar la repercusión que tendría:
 (…) Queridos hermanos y compatriotas! (…) puesto que [España] siempre nos ha tratado y considerado de manera tan diferente a los españoles europeos, y que esta diferencia solo nos ha aportado una ignominiosa esclavitud, decidamos ahora por nuestra parte ser un pueblo diferente! Renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos; renunciemos a un gobierno que, a una distancia tan enorme, no puede darnos, ni siquiera en parte, los grandes beneficios que todo hombre puede esperar de la sociedad a la que se encuentra unido (…).
En la noche, doña María Magdalena de Cossío y Urbicaín se dirigió a su dormitorio, donde su criada la esperaba con ropa tibia para contrarrestar las frías noches de Arequipa. Era la habitación más amplia de la casa y la cama matrimonial se alzaba al centro sobre un entarimado, rodeada de una barandilla y cortinas de suaves colores. Permaneció en silencio mientras la criada la ayudaba a desvestirse, colocando con cuidado sobre el sofá, vestido, enaguas, calzón largo, chales y medias de seda, para después volverla a cubrir con un camisón de lana que le llegaba hasta los píes, de mangas anchas y abrochado adelante, medias y una cofia en la cabeza. Con las manos alisó el camisón alrededor de su cuerpo, y se quedó profundamente dormida.

Posteriormente la pareja eligió como morada definitiva una de las más representativas residencias, ubicada en la antigua calle Real, actualmente calle San Francisco esquina con Moral, construida entre 1736 y 1738 por el general Domingo Tristán del Pozo y su esposa Ana María. La misma que pasó después a propiedad de su hijo, el general José Joaquín Tristán, quien la vendió en 1778 al obispo de Arequipa, Manuel Abad y Illana, que la cedió a los Padres Agonizantes de la orden de San Camilo. Donación que no pudo hacerse efectiva debido a una deuda de 21,500 pesos por lo que fue rematada en 1793, fecha en que la compró don Reymundo Gutiérrez de Otero.

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