Pedro Favaron
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Desconocemos las fuerzas espirituales, las capacidades de
adaptación y la resilencia de estas culturas frente al sistemático intento,
desplegado por los Estados modernos, de quebrarlas, de arrinconarlas, de
destruirlas. A pesar de las evidencias de la fuerza interna de las comunidades,
desde los sectores progresistas de la sociedad nacional, una y otra vez, se
clama la necesidad de que el Estado intervenga sobre la vida y el futuro de los
pueblos indígenas. ¿A qué se debe que no tengamos una mayor capacidad de
organizarnos al margen del aparato estatal y que siempre que sucede algún
imprevisto clamemos al Estado, casi como por un impulso reflejo, como si no
supiéramos el populismo vacío de los gestos políticos y la corrupción que anida
en el Leviatán burocrático? ¿Es que tan arraigado está el paternalismo en
nuestra psique colectiva? Pero, solamente para aclarar, por si fuera necesario:
los pueblos indígenas se van a “salvar”, solo si ellos quieren “salvarse” y se
organizan para ello. Y en mi muy humilde opinión, que no pretendo que sea una
verdad incuestionable, la posibilidad de que los pueblos indígenas se preserven
en salud y vigor cultural, pasa por conseguir cierta soberanía alimentaria,
política, pedagógica, lingüística, medicinal, tecnológica, territorial y
espiritual. Y no por pedir una mayor intervención estatal.
Las formas de hacer política desde el Estado han debilitado
el liderazgo y la autonomía de los pueblos indígenas. Todos los Estado modernos
del continente americano, desde Canadá hasta Argentina, al menos desde el siglo
XIX, han tratado de identificar a un grupo de líderes indígenas que puedan
considerarse “representantes” de sus pueblos, para separarlos de sus bases y
corromperlos. Sin embargo, dentro de las propias dinámicas indígenas, no
existió nunca un concepto de representación, a la manera de las actuales
democracias; ningún dirigente es lo suficientemente fuerte como para imponerse
sobre la asamblea comunitaria, sino que los dirigentes deben ser portavoces de
las asambleas. Y no pueden tomar ninguna decisión ni firmar ningún documento al
margen del consenso de las asambleas. La misión principal de los dirigentes de
las organizaciones y federaciones indígenas es la de ser intermediarios entre
los pueblos, el Estado y los organismos internacionales. No deben aparecer como
líderes mesiánicos, ya que tal actitud no es propia de la desjerarquización
social que ha caracterizado desde antiguo a los pueblos amazónicos. Sin
embargo, debido la interferencia de los Estados, los dirigentes indígenas,
muchas veces, se vuelven una nueva clase social, separada del pueblo, que vive
en las periferias de las ciudades y capta las ayudas económicas para su propio
beneficio. Los dirigentes rara vez visitan las comunidades que dicen
representar y en nombre de las cuales reciben fondos. Esto lo sabemos todos
acá; y las comunidades lo denuncian reiteradamente.
Por ejemplo, el término Apo Koshi se ha puesto de moda para
designar a los líderes del pueblo shipibo-konibo. Ahora muchos se hacen llamar
Apos. Sin embargo, se trata de un neologismo bilingüe – quechua/shipibo - un
tanto inapropiado; si traducimos el término Apo, tal como suele ser usado por
las comunidades altoandinas, directamente al shipibo, el equivalente es Ibo,
nombre que no corresponde para designar a otro ser humano. Las funciones de
liderazgo comunal y de dirigencia de las organizaciones no tienen un término
propio en lengua indígena porque corresponden a nuevas formas de hacer
política, impuestas por el Estado, que nada tienen que ver con las dinámicas de
organización social de los ancestros. Deben entenderse que los jefes y las
autoridades actuales de las comunidades ocupan cargos rotativos, que duran poco
tiempo y que cualquier persona mayor de edad que viva en la comunidad por
algunos años puede ocupar. Lamentablemente, los dirigentes políticos de los
pueblos indígenas han aprendido mucho de las mediocres formas de hacer política
que imperan. Cuando pensamos sobre la tendencia humana a la corrupción no
conviene ser esencialistas y considerar a los miembros de los pueblos
indígenas, por el mero hecho de ser indígenas, al margen de las desviaciones
que laceran al resto de la sociedad nacional. El populismo simplón de los
políticos es una enfermedad muy contagiosa, que se ha propagado entre los
dirigentes indígenas y también entre los intelectuales.
Si bien resulta fácil romantizar a los pueblos indígenas
desde la ciudad, la mayoría de las poblaciones están atravesadas por las
antinomias de la modernidad expansiva, las expectativas de la economía
mercantilista y los modelos comportamentales de los medios de comunicación.
Aunque hay excepciones, los saberes ancestrales de los pueblos indígenas (no
creo que nadie pueda negarlo) se están perdiendo, por lo general, de forma
bastante acelerada; y los propios jóvenes, en su mayoría, no quieren
practicarlos, porque los consideran poco sofisticados. Cada persona, cada
comunidad y cada nación, tiene la responsabilidad intransferible de
salvaguardar su herencia y la libertad de decidir sobre su destino. Los pueblos
indígenas no son mancos ni cojos que necesiten ser salvados por el Estado o por
los intelectuales y artistas progresistas; son pueblos fuertes y resilentes que
precisan, según mi parecer, que cese la opresión histórica que el Estado ha
desplegado sobre ellos de forma sistemática, para que puedan decidir en
libertad su propio destino, sin tener que cumplir con la agenda ideológica de
nadie. Mi forma de entender la salud cultural y los pasos a seguir para
alcanzarla no es más que una propuesta, que hago en mi condición de comunero de
una comunidad indígena; pero serán finalmente las comunidades y cada una de las
familias e individuos, quienes elijan qué relación establecen con los antiguos,
de qué manera viven el presente y cómo se proyectan hacia el futuro.
San José de Yarinacocha, junio 2020
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