“Yo no miro adonde miras:
Yo te estoy viendo mirar
Pedro Salinas. La voz a ti debida, 1251- 2
Es un tema ineludible, sobre el oficio de escribir y el último premio Nobel otorgado a Mario Vargas Llosa. Nunca coincidí, ni coincidiré con sus perspectivas conservadoras, a pesar de autoproclamarse demócrata e incansable crítico de las dictaduras militares. Vargas Llosa resulta un escritor contradictorio y tenaz, muchos de sus escritos -ensayos, novelas o dramaturgia- nos muestran sus propias perspectivas personales, hablado en boca de sus personajes, construidos dentro un sórdido universo describiendo complejas relaciones humanas, donde las causas de la dominación están ausentes y sus consecuencias son irrelevantes, sus escenarios se muestran como caricaturas del drama neocolonial latinoamericano.
La complejidad de ser peruano, está muy distante respecto a su visión antropológica de rechazo a la población de nuestros andes. Muchos textos suyos nos narran de una naturaleza pérfida de personajes representativos del mundo andino. Su rechazo del universo narrativo de José María Arguedas, denostándola como “utopia arcaica”, nos muestra su desapego a lo que es ser propiamente peruano: el permanente conflicto de identidad entre distintas culturas que han subsistido después de la invasión colonial hispana y del intento por desaparecer nuestros propios cánones culturales. No hace mucho, los peruanos Awajun y Wampis de Bagua rechazaron un decreto legislativo que los despojaba de sus tierras, no tuvo mejor idea que vilipendiarlos ante el mundo, cuando los hechos fueron muy distintos a la verdad “oficial” proclamada desde esferas gubernamentales. El derecho a preservar el hábitat amazónico que hicieron respetar tanto Wampis como Awajun, Vargas Llosa la ha llamado “victoria pírrica”, en otras palabras, está de acuerdo en la venta de la amazonía peruana a transnacionales que terminan destruyendo todo el hábitat donde han invertido sus capitales. (Véase El Comercio, edición 28 de junio 2009, pág. A-3)
Esta vez, la Academia Sueca ha virado hacia la literatura producida desde el boom latinoamericano, el Nobel otorgado muestra sus preferencias estéticas hacia un escritor conservador. Jean Paúl Sartre, a quien tanto admira Vargas Llosa, tuvo una decisión muy distinta cuando se le otorgó el mismo premio. Se ha proclamado el universalismo de las letras peruanas, nosotros siempre hemos sostenido que el peruano más universal sigue siendo César Abraham Vallejo Mendoza.
Presento este artículo recientemente escrito por el poeta Julio Carmona sobre el Discurso de Vargas Llosa al recibir el Nobel, espero que sea leído con objetividad, desde la perspectiva del crítico apasionado, en verso de Pedro Salinas, no mira adonde la multitud mira, sino lo que ella mira.
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Después de que, en el año 2007, publicara mi libro El mentiroso y el escribidor. Teoría y práctica literarias de Mario Vargas Llosa (que se puede leer en la sección “Libros” de la revista digital argentina www.redacionpopular.com), yo tenía pensado no volver a ocuparme de los escritos de Mario Vargas Llosa. En ese libro pongo en evidencia que su aparato teórico se sustenta en burdas mentiras, y que su narrativa está plagada de errores, todo lo cual devalúa su trabajo literario, el mismo que debe inscribirse dentro del naturalismo, por su exacerbada propensión a la truculencia y el melodrama, y no dentro del realismo, tendencia en la que él mismo se empeña en ubicarse, como lo dice en la Introducción a La verdad de las mentiras, cuando se refiere al escritor realista y habla de “aquella secta, escuela o tradición a la que sin duda (¿) pertenezco.” (No, señor, sí hay duda al respecto).
Mario Vargas Llosa, caricatura de Omar Zevallos. |
Y esa decisión de mantenerme en silencio la he puesto en práctica durante todo el tiempo transcurrido desde que le concedieron el Premio Nobel. Lo cual no quiere decir que me hubiera mantenido indiferente (la indiferencia suele ser la máscara del conformismo); preferí participar –en ese lapso– enviando a mis contactos de Internet las opiniones de otros autores, cuya ecuanimidad y buen juicio los hacía merecedores de difusión, pues, en términos generales, centraban el asunto desde dos perspectivas: a) en el caso de los peruanos, reivindicando su derecho a ser excluidos de esa especie de fatamorgana (espejismo o ilusión) que hacía participar “a todos los peruanos” de un generalizado regocijo por el referido premio (como si hubiéramos ganado el mundial de fútbol, se atrevió a decir un conocido poeta) y que el mismo Mario Vargas canonizó al decir con hipertrófica metáfora: “Yo soy el Perú”, y b) en el caso de los opinantes de otros países, confrontando los cacareados méritos literarios del escribidor con sus posiciones ciudadanas, que no están divorciados y que son, como el metal y la imagen de la moneda, expresión de un mismo valor o desvalor.
Pero la publicación y difusión laudatoria que de su discurso han hecho los medios oficiales y cuasi oficiales del Perú, me hicieron ver que Mario Vargas no escarmienta, y que sus hagiógrafos padecen una irredimible ceguera. Sé que los actores de esa farsa son inmunes a la crítica; pero sé también que ésta no se practica con el objetivo de hacerlos “entrar en vereda”, sino como intercambio de experiencias lectoras. Y en tanto todo lo expresado es pasible de contradicción (sólo los axiomas matemáticos se ven exonerados de esa confrontación), voy a expresar aquí mi opinión sobre el referido discurso. Y lo inicio con el siguiente encabezamiento en verso:
Si así como miente escribe
y así como escribe miente
lo más seguro es que vive
como una bella durmiente.
Y la alusión al sueño, del verso, enlaza con la famosa imagen del “nubenauta” que Luis Felipe Angell, Sofocleto, popularizó para referirse a Fernando Belaúnde Terry, de quien decía daba la impresión de vivir en el país de las maravillas o que veía al país de las pesadillas, alejado, desde una nube. Y el paralelo no es desfasado si, como lo han precisado otros comentaristas, entre Belaúnde y Vargas existió no sólo una vinculación ideológica (que materializó en el FREDEMO) sino una complicidad fáctica en el encubrimiento de la masacre a los periodistas en Uchuraccay, que fue atribuida por aquellos a los campesinos de dicha comunidad andina, hallándose los verdaderos culpables en el entorno presidencial.
Y en la medida que los cargos achacables al discurso en cuestión siguen siendo los de la falacia y el error, me remito a las pruebas. Y se ve que el error se puede verificar desde el título: “Elogio de la lectura y la ficción”. Lo más probable es que Mario Vargas –apabullado por esa suerte de obnubilación que padecen los padres para exagerar la belleza de sus hijos– no se percató del error que hay en el título de su novela Elogio de la madrastra, y lo asumió como mérito transferible a su discurso (que debió haber sido una pieza maestra, impecable o incuestionable). Y es un error que fue detectado por el psiquiatra Carlos Alberto Seguín y que lo planteara en un artículo periodístico, en los siguientes términos: “¿No debería haberse dicho ‘Elogio a la madrastra’ en lugar de ‘Elogio de la madrastra’? En el primer caso se usa la preposición a, que indicaría destino: se elogia a alguien; en el segundo caso de parece más bien indicar que el elogio se origina en la madrastra (pues de ‘manifiesta de dónde son, provienen o salen las cosas o las personas’.”
El discurso del Nobel Vargas fue, en realidad, un cuento, y no precisamente el mejor de este escribidor.
En el caso del discurso (como una especie de acto fallido) resulta que la lectura y la ficción son las que elogian al nobel discursero, a quien –por ese intríngulis retórico– se puede aplicar el calificativo de “sinuoso”, adjetivo que él usa para referirse al cardenal Richelieu político del siglo diecisiete francés. Sinuosidad aplicable, por ejemplo, a esta expresión del discurso: “En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista”. “Fui marxista” –dijo– como si el marxismo fuera una etiqueta volátil, propia de la sociedad de consumo, que pudiera usarse al desgaire, usable y desechable de consuno como un cambio de medias o de calzoncillos. Y el pretender que esto es así indica de manera incontestable que se está actuando con sinuosidad, la misma que puede ser también probada con lo que afirma en un artículo periodístico titulado "Torear y otras maldades", cuando dice que ”la fiesta de los toros representa una forma de alimento espiritual y emotivo tan intenso y enriquecedor como un concierto de Beethoven, una comedia de Shakespeare o un poema de Vallejo”, es decir, poner los valores del arte de Beethoven, Shakespeare y Vallejo al mismo nivel de una corrida de toros expresa a las claras cómo para justificar sus gustos y regustos puede jalar de los cabellos a las ideas más descabelladas.
Por eso no llama la atención que justifique la injusticia del analfabetismo indicando que, pues, mala suerte, la literatura existe a pesar de él. Y, pues, si los privilegiados alfabetos gozan con la literatura, eso ya es indicio de que el hombre avanza. Y no, señores privilegiados, el hombre no ha avanzado por la literatura; lo ha hecho a pesar de la literatura, porque la mayoría de escritores son del tipo vargasllosiano: individualistas, ególatras y desentendidos del cambio social. Leamos cómo dice lo aquí criticado:
“Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.”
Pero todo eso, que dice haberse logrado “gracias a la literatura”, ¿cómo se explica “en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era (¿era?... ¡es!) privilegio de tan pocos”?, resulta, pues, que para Vargas la historia y la existencia del mundo civilizado la hacen los pocos individuos que tienen el privilegio de vivir el mundo de la literatura y se convierten en los “rebeldes ciegos” que saben “protestar contra las insuficiencias de la vida”. Pero los que protestan contra las insuficiencias del neoliberalismo, contra las monstruosidades del capitalismo salvaje que él defiende, son “terroristas suicidas”, es decir, para Mario Vargas estos rebeldes reales –no ilusorios– no son aquellos que ponen en juego su vida, que –como decía don Antonio Machado, recordando los versos de Jorge Manrique– “ponen al tablero su vida por su ley, se juegan esa moneda única –si se pierde, no hay otra– por una causa hondamente sentida”; para Mario Vargas éstos son “terroristas suicidas”, de quienes dice que han existido siempre, “desde la noche de los tiempos –y agrega–, pero, incluso en el Japón, donde morir matando en honor del Emperador fue practicado por muchos japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, se trató por lo común de casos aislados, incapaces de hacer variar por sí mismos el curso de una guerra. El terrorista suicida moderno, tal como lo hemos visto operar en Irak luego de la invasión que derrocó al régimen de Sadam Hussein y lo estamos viendo actuar ahora en Pakistán y Afganistán, es algo sin precedentes: un instrumento central de la estrategia diseñada por Bin Laden y sus aliados. No consiste en infligir una derrota militar al Gran Satán (Estados Unidos) sino en irlo socavando mediante atentados contra víctimas inocentes y locales civiles, que siembran la inseguridad y el pánico, desordenan el funcionamiento de las instituciones y llevan a los gobiernos, desconcertados ante esa guerra solapada, hecha de golpes súbitos a blancos inesperados, a tomar medidas de seguridad que a veces contradicen de manera flagrante los más caros principios democráticos y violan una de las mayores conquistas de la cultura de la libertad como son los derechos humanos. Lo ocurrido en Guantánamo o en la cárcel de Abu Ghraib en Irak con los prisioneros sospechosos de colaborar con el terror son sólo dos ominosos ejemplos, entre muchos otros, de cómo la estrategia de Osama Bin Laden va dando resultados.” (“El terrorista suicida”, artículo periodístico).
O sea que las barbaries del imperialismo son ocasionadas por los “terroristas suicidas”, si éstos no existieran los soldados norteamericanos serían unos seres angelicales, acantonados en sus miríficos cuarteles. Y esta tesis de que los opresores se vuelven sanguinarios para combatir a unos pocos rebeldes la plantea incluso en su última novela El sueño del celta, refiriéndose a un periodista peruano que denunció las injusticias de una empresa inglesa que explotaba el caucho en la selva peruana y que cometía un sinnúmero de atropellos contra los lugareños, dice ahí: “Saldaña Roca (…) era brusco, muy seguro de sí mismo. Con una de esas miradas fijas que tienen los creyentes y los fanáticos y que a mí, la verdad, me ponen siempre muy nervioso. Mi temperamento no va por ahí. No tengo gran admiración por los mártires (…) ni por los héroes. Esas gentes que se inmolan por la verdad o la justicia a menudo hacen más daño del que quieren remediar.” (p. 152). Son expresiones de un personaje, pero que bien pueden ser atribuidas al autor, porque ese, en realidad, es el mensaje de toda su novelística desde la primera, La ciudad y los perros, hasta la última –como vemos– El sueño del celta: toda violencia es mala, venga del pueblo o venga del Estado, siempre acarreará muertes y no solucionará nada. ¡Como si la muerte de quince niños en cada minuto, de hambre o enfermedad curable, en el mundo (cifras oficiales de organismos internacionales) no fuera la violencia del sistema que defiende Mario Vargas, y no fuera centenaria y se debiera seguir soportando pacíficamente, para no ser acusados de “terroristas suicidas”!
Los cargos achacables al discurso en cuestión siguen siendo los de la falacia y el error
Es un sistema que ha creado la violencia delincuencial (¿o es al revés, como piensa Vargas, que la violencia delincuencial ha generado la violencia sistémica?) y que llega a extremos insospechados, como es el caso del capo de las drogas en Brasil, Marcola, que se enfrenta al sistema y le dice: “Ustedes son los que tienen miedo de morir, yo no. Mejor dicho, aquí en la cárcel ustedes no pueden entrar y matarme, pero yo puedo mandar matarlos a ustedes allí afuera. Nosotros somos hombres-bombas. En los barrios de miseria hay cien mil hombres-bombas. Estamos en el centro de lo insoluble mismo. Ustedes en el bien y el mal y, en medio, la frontera de la muerte, la única frontera. Ya somos una nueva "especie", ya somos otros bichos, diferentes a ustedes. La muerte para ustedes es un drama cristiano en una cama, por un ataque al corazón. La muerte para nosotros es la comida diaria, tirados en una fosa común. Ustedes académicos, ¿no hablan de lucha de clases, de ser marginal, de ser héroe? Entonces ¡llegamos nosotros! ¡Ja, ja, ja…! Yo leo mucho; leí 3.000 libros y leo a Dante, pero mis soldados son extrañas anomalías del desarrollo torcido de este país. No más proletarios, o infelices, o explotados. Hay una tercera cosa creciendo allí afuera, cultivada en el barro, educándose en el más absoluto analfabetismo, diplomándose en las cárceles, como un monstruo Alien escondido en los rincones de la ciudad. Ya surgió un nuevo lenguaje. Es eso. Es otra lengua. Está delante de una especie de post miseria. La post miseria genera una nueva cultura asesina, ayudada por la tecnología, satélites, celulares, Internet, armas modernas. Es la mierda con chips, con megabytes.” www.papelesparalahistoria.blogspot.com.
Con esa concepción sesgada de la historia y de la vida que esgrime Mario Vargas, todas las declaraciones o declamaciones de su discurso que apuntan a relevar el poder de la literatura, suenan vacías, huecas, falsas, cínicas. Decir que Sartre lo inspiró para creer “que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia”, o que creyó, con “Camus y Orwell que una literatura desprovista de moral es inhumana”, o con “Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.” Nada de eso se cumple en su literatura, una literatura que él se empeña en demostrar –en sesudos ensayos– que es una mentira absolutamente individualista y hasta narcisista, lo dice en su libro titulado –precisamente– La verdad de las mentiras:
“… jugar a las mentiras, como juegan el autor de una ficción y su lector, a las mentiras que ellos mismos fabrican bajo el imperio de sus demonios personales, es una manera de afirmar la soberanía individual y de defenderla cuando está amenazada; de preservar un espacio propio de libertad, una ciudadela fuera del control del poder y de las interferencias de los otros, en el interior de la cual somos de veras los soberanos de nuestro destino.”
Vale preguntar: ¿pensaría igual Mario Vargas si, en lugar de ser lo que es, tuviera que vivir con menos de cinco dólares diarios y tener que mandar a sus hijos no a la escuela sino a mendigar o a robar o a trabajar de canillitas, lustrabotas o limpiaparabrisas para poder completar el diario? Y estos analfabetos son la mayoría en nuestro país, y no son ellos los que viven las mentiras de sus novelas, porque ni siquiera son ellos los protagonistas de las mismas, pues no es con ellos con quienes Mario Vargas ha fabulado sus “historias para suplir las deficiencias de la Historia” (Prólogo a La verdad de las mentiras).
El verdadero asunto es que en el sistema neoliberal, ensalzado por Mario Vargas, nadie puede alcanzar el estatus logrado por él, porque –precisamente– son “nadie”, y “de los nadies (como dice Eduardo Galeano), de los hijos de nadie, de los ninguneados que no son, aunque sean”, el neoliberalismo no se ocupa. Son los nadies “Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no profesan religiones, sino supersticiones. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no tienen cara, sino brazos. Que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata. Esos nadies sueñan con salir de la pobreza. Sueñan que algún mágico día llueva de pronto buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen.”
Sí, nosotros sí creemos que la literatura contribuye a crear esa conciencia de libertad y de cambio, pero no en el ámbito restringido de la libertad individual y el cambio oportunista del que escala –si es que puede o quiere– los más altos pináculos del acomodo social y de la fama, sin que le importe el destino de la humanidad. Y, lo que es más aberrante, que se construye una coraza ideológica para salir como “moderno cruzado” a defender ese mundo que le permite alcanzar esos privilegios, a pesar de que sabe que es un mundo decadente, criminal, injusto, mezquino, inmoral, corrupto e insalvable. Sí, la literatura contribuye a crear conciencia contra ese mundo que debe ser destruido para construir otro nuevo, solidario, vital, justo, amplio, ético, sano y perfectible.
Definitivamente, el discurso del Nobel Vargas fue, en realidad, un cuento, y no precisamente el mejor de este escribidor.
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