lunes, 26 de mayo de 2014

A propósito del retorno de José Carlos Mariátegui: Peregrinaje y pensamiento.

Inserto este interesante artículo suscrito por Osmar Gonzáles, publicado hoy en la página digital de “Libros Peruanos” que acertadamente dirige Virginia Vílchez. La formación de la intelectualidad peruana durante las primeras décadas del siglo pasado, -muchas veces mediante autodidactismo-, tuvo oportunidad de acoger y potenciar ideas que resultarían en doctrinas sobre interpretación y construcción del Perú.


Por Osmar Gonzáles 

Fuente: Librosperuanos.com 




La Casa Museo José Carlos Mariátegui invitó a reflexionar sobre la experiencia del retorno del pensador marxista al Perú ocurrido en 1923.1  Feliz iniciativa que da pie para abordar aspectos paralelos o complementarios de la experiencia de la emigración y el regreso. Dentro de ese espíritu, y trascendiendo la experiencia de Mariátegui, la comparo en estas líneas con la de otros pensadores que también salieron del país y retornaron, y en el medio de esa “aventura” se proveyeron de nuevas herramientas conceptuales e ideológicas para comprender el Perú con el propósito de erradicar la injusticia social y transformarlo.2

Mariátegui: después de la experiencia europea, el ideólogo

Deseo destacar lo siguiente: la importancia que tuvo en la formación intelectual y política de Mariátegui su peregrinar europeo. Algunos años después de su regreso al Perú, luego de una estadía en Europa que se prolongó por casi cuatro años ―desde 1919 hasta 1923, es decir, desde los 25 hasta los 28 años de edad, a tres meses de cumplir 29―, Mariátegui escribiría a Samuel Glusberg, el 10 enero de 1927, las ya famosas líneas autobiográficas: “De fines de 1919 a mediados de 1923 viajé por Europa. Residí más de dos años en Italia, donde desposé una mujer y algunas ideas. Anduve por Francia, Alemania, Austria y otros países. Mi mujer y mi hijo me impidieron llegar a Rusia. Desde Europa me concerté con algunos peruanos para la acción socialista. Mis artículos de esa época señalan estas estaciones de mi orientación socialista, que había desposado una mujer y algunas ideas”. Efectivamente, si bien partió del Perú ―designado por el gobierno de Augusto B. Leguía como agente de propaganda en la Legación peruana en Italia―, con el germen de lo que podemos llamar cierta emoción social, fue en el viejo continente ―que vivía las secuelas de la Gran Guerra y de la Revolución bolchevique―, donde pudo hallar una ideología y una manera de ver el mundo que mostrara afinidad con lo que ya iba descubriendo su propia evolución espiritual. Especialmente en Italia, Mariátegui accedería a literatura desconocida para él e inaccesible para el lector peruano de su tiempo, pero sobre todo sería testigo directo de procesos sociales y políticos (el fascismo, el debate sobre la cuestión palestina y otros) de los que luego daría cuenta en precisas y analíticas crónicas que enviaría a publicaciones limeñas. La suma de lecturas y experiencias permitirían en Mariátegui la conjunción positiva de la reflexión racional, la maduración personal y la certeza ideológica. Dicho de un modo más directo, el marxismo sería la base interpretativa que demandaba su sensibilidad artística. Ambos aspectos permanecerían a lo largo de toda su obra y esa confluencia es parte del atractivo que mantienen sus planteamientos sobre los diversos temas que abordó de manera creativa y ajena a los parámetros establecidos.


José Carlos Mariátegui, viaje de retorno.
Recordemos que la Europa de fines del siglo XIX e inicios del XX se constituía en el escenario privilegiado de la cultura occidental (en arte, literatura, filosofía), edificando una “torre de orgullo”, la misma que ha sido descrita por Barbara W. Tuchman en un libro espléndido;3 pero también tengamos presente que, al mismo tiempo, las tradicionales calles de sus principales ciudades eran inundadas por obreros y trabajadores en general que exigían el cambio total del orden político.4 De modo dramático, el viejo continente era el lugar en donde ―simultáneamente― las más depuradas expresiones de una elevada sensibilidad convivían con las peores demostraciones de fuerza bruta―como las que se vivieron entre 1914 y 1918―, gracias a la utilización de la más sofisticada tecnología de destrucción masiva creada hasta ese entonces. Civilización y barbarie en bizarra convivencia constituyendo un panorama contradictorio, pero sin embargo fecundo para la reflexión y la acción política. En ese ambiente tumultuoso y preñado de conflictos, Mariátegui iría domesticando su inclinación preferentemente esteticista para asumir una posición radicalmente política, al final de cuentas también creación humana y por ello no exenta de belleza si se le provee de ideales nobles. Muchos son los textos de Mariátegui en los que relaciona armoniosamente la exigencia de la vida plena con la necesidad de la elevación estética; la satisfacción material con las experimentaciones artísticas. Quizás sea adecuado afirmar que para él la literatura era el campo de la vida en donde mejor se anudaba la creación artística con la convicción ideológica. Los resultados son conocidos: un panorama vasto y agudo de la vida y de los personajes contemporáneos y, especialmente, la redacción de un conjunto de ensayos que darían forma a una manera original de comprender la historia y el presente peruanos: 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, de 1928; obra concebida para orientar la acción revolucionaria de los trabajadores y explotados. Es cierto que Mariátegui escribió esos ensayos estando ya afincado en Lima, pero lo hizo con el utillaje conceptual que trajo de su viaje ―y que reelaboró con agudeza―, así como con el cúmulo de vivencias que tuvo en Europa.

Llegados a este punto es razonable preguntarnos si el Mariátegui que conocemos hubiera sido el mismo sin su experiencia europea. Es imposible responder a esa inquietud con absoluta certeza, pero sí se puede enfatizar que la experiencia de vivir fuera del entorno cotidiano ―por la fuerza, por propia voluntad o por otras razones― tiene un impacto en la forma de comprender la vida social y la política. Y Mariátegui no fue una excepción. Quizás sea más justo señalar que se trata de una expresión depurada de una experiencia constante, como podemos verlo a la luz de otros recorridos vitales de su tiempo.

Valdelomar: de esteta a pensador social

Previamente a Mariátegui fue Valdelomar el que experimentó una importante transformación en su manera de ver la vida, el arte y la política luego de su estadía en Europa. Es cierto que antes de su partida ya no era un hombre desentendido de las pasiones políticas, y que en 1912 había apoyado la campaña política de Guillermo E. Billinghurst, quien se sustentó en una masiva movilización popular ―inédita hasta entonces― para alcanzar la presidencia de la república. Pero también es cierto que sus textos literarios y periodísticos estaban impregnados de un sentido estético y, a lo más, de burla y denuncia de la cotidianeidad política. No se podría decir que entonces tenía una mirada amplia y articulada sobre los problemas sociales del Perú de entonces. Como premio a su decidido apoyo a Billinghurst, este, luego de nombrarlo director del diario oficial El Peruano lo enviaría en 1913 a la Legación peruana en Italia como Segundo Secretario, experiencia que Mariátegui replicaría seis años después. Las cartas que escribe a este lo muestran como un artista que respira lo mejor que ese país le puede dar. De alguna manera, se puede decir que las cartas de Valdelomar despertarían en Mariátegui el deseo fervoroso de viajar a Europa, de vivir en un medio tan refinado y con tantas experiencias en plena fermentación.

Abraham Valdelomar en Roma, 1913
Por otro lado, Valdelomar le confesaría a su gran e íntimo amigo, Luis Varela y Orbegoso (Clovis), desde Roma, el 10 de octubre de 1913, lo siguiente: “Tú no tienes idea Lucho, porque nadie la podrá tener, sin visitarla, de la belleza de Roma. Nada es comparable a esta ciudad donde el arte y una paz serena y melancólica hacen de la vida un dulce sueño delicioso. Cuánto gozaría tu almita delicada y sensible en este reino!”. Ya comenzaba el escritor a percibir la estrecha vida intelectual limeña y a compararla con lo que estaba conociendo en un medio absolutamente distinto y tan estimulante para el ejercicio intelectual y artístico. A diferencia del autor de 7 ensayos, Valdelomar viviría en la Europa de la bella época, y regresaría al Perú antes de que estalle la gran conflagración mundial. Si Mariátegui experimentó la convivencia de la civilización y la barbarie, Valdelomar solo conocería de los placeres y la plenitud de la primera. Derrocado Billinghurst en febrero de 1914, se vería obligado a regresar al Perú pocos meses después, más pronto de lo que deseaba (al poeta Enrique Bustamante y Ballivián ya le había escrito, el domingo 9 de junio de 1912, aun estando en Lima: “Demás me parece decirle que yo acompañaré en su gobierno a don Guillermo unos meses, pero que mi intención es irme a Europa a continuar mis estudios literarios y artísticos”), y justamente en el momento previo a la carnicería europea. El 10 de octubre de 1913, ya desde Roma, Valdelomar enviaría a Clovis el original de su cuento emblemático “El caballero Carmelo”, escrito y pulido definitivamente en Europa. Ya empezaba a asomar su nueva forma de entender las cosas: relevaba la vida del pueblo y miraba críticamente a las élites. A su retorno, el discurso de Valdelomar ya había cambiado, tenía otro tono, pues había adquirido ―si bien preservaba su sentido irónico―, una aguda impronta de denuncia social, ausente en sus escritos previos a su viaje al viejo continente. Si hasta 1913 su pluma (y su pincel, pues también era caricaturista) era humorística, sarcástica e irritante, luego de 1914 ―con 26 años― sus escritos y discursos adquirirían un carácter peruanista y de crítica a la injusticia social. Dicho de otra manera, sus reflexiones sobre el destino del país se alimentaban de la crítica social. Así, se enfrentaría al poder local de Ica, arremetería contra la familia Picasso y enfilaría su verbo para exponer al gamonalismo.

Los periplos proselitistas de Valdelomar al norte y al sur del Perú dejarían una estela de palabras y reflexiones que compactaban la experiencia estética con la denuncia de carácter social. Fue él quien hablaría por primera vez de la necesidad de forjar una “patria nueva”.

 Era consciente que había que reformular las bases de la república. “El Perú no necesita abogados sino ciudadanos”, afirmaría en algún momento. Por otra parte, el del indio sería el problema que empezaría a tomar importancia en sus escritos; los tiempos de la actitud casi adolescente de enfadar a las élites oligárquicas cederían su lugar a la postura más madura de buscar comprender las razones de la injusticia, del abuso y la explotación. Como en Mariátegui, la vida europea ―específicamente italiana―, proveería a Valdelomar de una experiencia vital que se complementaría, potenciándola, con la que había adquirido previamente a su viaje.

Belaunde: el destierro y la comprensión integral del Perú
Otros dos casos ―esta vez sí de exilio político―, que contribuyen a comprender la influencia de la experiencia de vivir en otras sociedades en la elaboración de un pensamiento, son las del pensador arequipeño Víctor Andrés Belaunde y la del político trujillano Víctor Raúl Haya de la Torre.

Víctor Andrés Belaunde.
Belaunde sufrió directamente la decisión del gobierno de desterrarlo por razones políticas luego de pronunciar un furibundo discurso en la Casona de San Marcos en el año 1921 en defensa de la independencia del poder judicial, de la democracia y contra el autocratismo leguiista. A los 38 años Belaunde era obligado ―luego de ser recluido un momento en la Isla de San Lorenzo―, a partir al exilio. Ello no significaba que fuera la primera vez que salía del Perú, por el contrario, ya conocía diferentes países de América y Europa (experiencia viajera similar a la de Haya de la Torre). Esto marcaba una diferencia importante con respecto a Mariátegui y Valdelomar, aunque los aunaba el haber cumplido funciones diplomáticas. A diferencia de aquellos también, Belaunde pasaría su exilio no en Europa, sino en Estados Unidos, en donde enseñaría en varias instituciones académicas (Middlebury College, Williams College, Rice Institute, Universidad de Miami). En Harvard ―y en general en las bibliotecas de las universidades estadounidenses― Belaunde podría consultar y leer con tranquilidad sobre sus temas predilectos, a sus autores favoritos y a otros que iría descubriendo en el camino.5  Revisó a los cronistas y la historia, se familiarizó con las tradiciones literarias de nuestros países, siguió con textos filosóficos y otras áreas del conocimiento. El propio Belaunde reconocería que esas gratas horas de lectura le servirían posteriormente para llevar a cabo sus nuevos estudios y reflexiones.

En dicho país daría un conjunto de conferencias resultado de exhaustiva investigación en archivos y papeles inéditos que algunos lustros después darían forma a su importante libro titulado Bolívar y el pensamiento político de la revolución hispanoamericana. Y, lo más importante, pensaría y redactaría el que llegaría a ser su libro central: La realidad nacional, síntesis de la nueva manera que había forjado para entender los problemas nacionales. Belaunde concibe este libro después de haber pasado por un momento agnóstico, una etapa espiritualista y llegar a la concepción cristiana de la vida desde la cual debatiría con las tesis marxistas de Mariátegui. En este momento vale la pena incorporar el “contra ejemplo” de un compañero generacional y amigo personal de Belaunde, me refiero a José de la Riva Agüero. También fue obligado al exilio por Leguía, pero en 1919, fue uno de los primeros desterrados del oncenio. Su estancia europea la vivió básicamente en España; en dicho país enterró todo arresto reformista que había exhibido en Lima y, por el contrario, regresó al Perú ―en 1930― cuando ya había asumido el ideario fascista y el ultramontanismo. A diferencia de Belaunde, y a pesar de atravesar experiencias similares, el historiador limeño no fue capaz ―o no le interesó desarrollar― una visión integral del Perú. Su trayectoria nos sirve de caso contra fáctico: el exilio no constituye necesariamente una experiencia que estimula la conquista de un pensamiento fundador.

Si bien el destierro conlleva angustia, impotencia y frustración, al mismo tiempo la lejanía que exige del entorno inmediato y usual ―de sus conflictos domésticos― permite al sujeto (en este caso, al intelectual) producir una mirada más desapasionada y teniendo en perspectiva otro horizonte; visión alimentada por experiencias que no hubiera tenido de haber permanecido en el lugar de origen. Ya vimos los casos de Mariátegui y de Valdelomar; con Belaunde ocurre algo similar pero con variaciones, pues mientras el primero plasmaba su nueva propuesta ―vía 7 ensayos― y el segundo empezaba a esbozarla ―los críticos discursos peruanistas― una vez retornados al Perú, el pensador arequipeño elaboraría su nueva interpretación estando todavía en el exilio. Cuando regrese al Perú en 1930 lo haría con su libro bajo el brazo. No pasemos por alto que ya Belaunde había realizado el más agudo balance crítico del orden oligárquico en su discurso de 1914, “La crisis presente”, pero sería recién cuando asuma como propia la renovación del pensamiento de la Iglesia y su preocupación social ―expresada en la Rerum Novarum―, que podía darle forma ideológica a la suma de sus reflexiones producidas desde varios lustros antes, inaugurando el socialcristianismo en el Perú. La realidad nacional es, en este sentido, un libro fundacional en el debate doctrinario de nuestro país.

Haya de la Torre: la formación de una doctrina en el exilio
Más cercana a la experiencia de Belaunde es la de Haya de la Torre. Recordemos que quien sería el líder aprista fue enviado a la Isla San Lorenzo y después al exilio por el propio Leguía en 1923 (dos años después que Belaunde) a los 28 años de edad, la misma que tenía Mariátegui cuando regresó al Perú. Indudablemente que su experiencia antes de ser obligado a partir ya era bastante intensa, tanto en la Bohemia de Trujillo como en la vida limeña cercana a los trabajadores anarquistas y en el claustro universitario, donde se inauguraría como representante y líder. También fue importante, como recuerda Martín Bergel, la gira que como dirigente de la Federación de Estudiantes del Perú realizó en 1922 a Chile, Argentina y Uruguay, que sería una especie de “laboratorio” que lo prepararía como viajero para la experiencia que tendría posteriormente como exiliado político.6 Precisamente en su función de dirigente estudiantil es que se enfrentaría al autocratismo de Leguía, quien preferiría mantenerlo lejos, en el destierro. Después de llegar a México, Haya de la Torre visitaría Europa y la Unión Soviética, y le sacaría el mayor provecho a una situación dolorosa. Fue en esos recorridos que iría formulando su doctrina, primero con “What is the APRA?”, ¿Adónde va Indoamérica? y posteriormente con su clásico El antiimperialismo y el APRA, escrito en 1928 ―el mismo año en el que apareció 7 ensayos―, aunque publicado recién en 1936, con tal éxito que gozó de dos ediciones en el lapso de solo tres meses.

Víctor Raúl Haya de la Torre en México, 1924
El propio Haya de la Torre rememoraría las circunstancias en las que iría dando forma a su pensamiento ideológico en la “Nota preliminar a la primera edición”: “Cuando regresé de Europa a los Estados Unidos y México al finalizar el verano septentrional de 1927, los principios generales de la doctrina aprista ―enunciados desde Suiza e Inglaterra en los años 24, 25 y 26―, eran ya bastante conocidos y suscitaban vehementes discusiones en los sectores avanzados de obreros y estudiantes indoamericanos...Varios meses de permanencia en los Estados Unidos, donde cumplí un plan de labor de divulgación y organización apristas entre los estudiantes y trabajadores procedentes de este lado de América, precedieron a mi segunda visita a México. Su Universidad Nacional me había invitado a dictar una serie de ocho conferencias sobre problemas americanos y en ellas expuse la ideología del Apra y los lineamientos fundamentales de su programa”.

Nótese que a diferencia de Valdelomar, Mariátegui y Belaunde, Haya de la Torre toma como unidad de observación y de acción política al continente en su conjunto, no al Perú en particular. Y de ello derivaba su propuesta de que la revolución tenía que ser un resultado conjunto de nuestros países que se enfrentarían al imperialismo. Algo del continentalismo arielista había dejado su huella en el pensamiento de Haya de la Torre al que luego le otorgaría voluntad política y definición ideológica. Paralelamente, el líder trujillano tejería desde su condición de exiliado una tupida red de relaciones con intelectuales y políticos de diversas partes del mundo y animaría un intercambio epistolar intenso y extenso.7  No se podría entender cabalmente la constitución del APRA sin este ejercicio de corresponsal: “El APRA es efectivamente un producto del exilio, y no solamente porque su creación a cargo de Haya tuvo lugar, a mediados de la década de 1920, muy lejos del Perú; sus prácticas políticas y su simbología, que se alimentaron y conformaron a partir de su carácter de partido permanentemente perseguido por los poderes peruanos de turno, pero también su desmesurada apuesta inicial por constituirse en una suerte de Internacional americana, capaz de rivalizar en Latinoamérica con la que tenía tras de sí la revolución social a la postre más importante del siglo XX, son hechos también inseparables de esa marca de origen”.8

Algunas comparaciones

Podemos ahora establecer, rápidamente, algunas comparaciones y paralelos. En primer lugar, hay que dejar establecido que estamos hablando de cuatro migrantes: Valdelomar de Ica, Mariátegui de Moquegua y Huacho, Belaunde de Arequipa, y Haya de la Torre de Trujillo. Es decir, que al momento de partir al extranjero ya habían vivido ―de algún modo―la experiencia del desarraigo, de tener que adaptarse a un nuevo territorio y a otra forma de vida al trasladarse de sus lugares de origen a Lima. Por otro lado, la culminación o no de un pensamiento los diferencia. La muerte tan temprana de Valdelomar (en 1919, a los 31 años de edad) nos dejará siempre con la incógnita sobre cuál habría sido el lugar que hubiera ocupado en el proceso ideológico del Perú, pues no tuvo tiempo de culminar una obra, de dar forma a un pensamiento, de asumir una ideología. Por su parte, Mariátegui ―quien también murió joven, 36 años de edad― sí tuvo la posibilidad de dejar una obra y una forma de pensar fundadora ―el marxismo mariateguista― y fecunda. Escribió frenéticamente, por vocación y necesidad, pero sobre todo, trató de pensar el Perú desde sus raíces y en perspectiva revolucionaria. Belaunde y Haya de la Torre tuvieron largas vidas. El primero moriría a los 83 años y el segundo a los 84. El pensador arequipeño, adhiriéndose al pensamiento social de la Iglesia católica, supo hacerlo dialogar con la vida nacional; sus “meditaciones peruanas” (como tituló a uno de sus libros) constituyeron la base no solo para diagnosticar el proceso peruano sino para proponer acciones que hicieran posible la reforma política que siempre proclamó. Fue forjador de una lectura del país que tenía sus propias cualidades y que le permitía polemizar con el marxismo de Mariátegui, y que luego serviría de contrapunto con la doctrina aprista. Las cercanías entre el pensamiento de Belaunde y el programa aprista es todavía un tema por explorar. Por su parte, el político trujillano unió su reflexión continentalista ―Indoamericana, según el término que prefería utilizar― con la construcción de una organización partidaria que ―si bien quedó lejos de su aspiración continental― se constituiría en el partido más consolidado en la lucha política peruana. La vida y su voluntad le dieron la oportunidad para hacerlo. Más allá de las variaciones de su pensamiento ―quizás inevitables en trayectoria tan prolongada―, no se puede negar que dejó como legado una manera distintiva de encarar los problemas de nuestros países y que aún hoy siguen siendo motivo de discusiones. El proceso político que siguió tendrá otros jueces y defensores.

En los cuatro casos vistos, el peregrinaje ―forzoso o no― fue de la mano con el proceso de formulación de un pensamiento, de propuestas de comprensión de nuestra realidad, de invitación a la acción práctica. No puede desprenderse de las experiencias mostradas que otras posibilidades son inexistentes; solo subrayo que en estos casos específicos la relación entre la experiencia del viajero y la inquietud del pensador se corresponden y alimentan creativamente. Los cuatro personajes que han sido objeto de interés de estas páginas fueron contemporáneos y protagonistas de uno de los momentos más lúcidos de la confrontación doctrinaria en nuestro país.


Notas

1 Simposio “Mariátegui volvió para quedarse”, organizado por la Casa Museo José Carlos Mariátegui, Lima, 23-25 de mayo de 2013.

2 Una interesante reflexión sobre experiencia viajera e ideas es la que ofrece Antonio Zapata con respecto a Flora Tristán, precursora de la defensa feminista: “Su libro más famoso, Peregrinaciones de una paria, es el relato de su viaje al Perú. Por esa razón, desde hace décadas, ha sido tomada como abanderada por las feministas peruanas, quienes le han consagrado varios estudios”, “Flora Tristán viajera”, La República, Lima, 6 de marzo de 2013. Desde otra mirada y para otro momento histórico, Antonio Camou llama la atención en cómo el exilio sudamericano de los años setenta y ochenta ―debido a las dictaduras militares― permitió la re-elaboración de los desterrados ―en su mayoría revolucionarios radicales― de sus postulados y asumieran ideas democráticas, las mismas que tratarían de poner en práctica política a su retorno. Véase “La democracia en el exilio”, nexos en línea, 1 de enero de 2008, http://www.nexos.com.mx/?P=porautor&Autor=Antonio Camou. Lo importante es señalar que la salida del propio país, sea de manera voluntaria o involuntaria, constituye una oportunidad para expandir conocimientos y experiencias que usualmente modifica las certezas iniciales.

3 Barbara W. Tuchman, La torre de orgullo: 1890-1914, Editorial Bruguera, Barcelona, 1966.

4 Esto se puede ver en las crónicas del propio Mariátegui que dieron forma a La escena contemporánea (1925), y a los tomos organizados por sus hijos bajo los títulos Cartas de Italia de Historia de la crisis mundial.

5 Véase “Diez años en el exilio”, Trayectoria y destino. Memorias, Ediventas, Lima 1966.

6 Martín Bergel, “Nomadismo proselitista y revolución. Una caracterización del primer exilio aprista (1923-1931)”, Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe, Vol. 20, núm. 1, 2008-2009.

7 Pueden consultarse los trabajos de Ricardo Melgar Bao, como “Redes del exilio aprista en México (1923-1924)”, en Pablo Yankelevich, México, país refugio, Plaza y Valdés, México, 2002; Redes e imaginario del exilio en México y América Latina: 1934-1940, LibrosEnRed, México, 2003; o “Huellas redes y prácticas del exilio intelectual aprista en Chile”, en Carlos Altamirano, Historia de los intelectuales en América Latina: II. Los avatares de la “ciudad letrada” en el siglo XX, Katz editores, Buenos Aires, 2008.

8 M. Bergel, op. cit.

viernes, 2 de mayo de 2014

Mario Bunge: “Hoy día la ciencia asusta tanto a la izquierda como a la derecha”


Escribe: ANTONIO CALVO ROY 

Madrid 2 MAY 2014 - 01:46 CET


Tomado de: El País. http://cultura.elpais.com/cultura/2014/05/01/actualidad/1398972625_636895.html


Uno de los pensadores contemporáneos más destacados, reflexiona sobre la educación, la economía, la comunicación e Internet.

El premio Príncipe de Asturias de Humanidades opina que "la búsqueda de información hace que todo sea más rápido, pero obstaculiza la creatividad y la imaginación".

Mario Bunge (Buenos Aires, 1919), es “un filósofo de la ciencia curioso”. Estudiante primero de física y luego de filosofía, doctorado con una tesis sobre cinética del electrón relativista, fue profesor en Argentina, de donde emigró por motivos políticos en 1963. Tras pasar tres años dando clase en varios países, en 1965 llegó a Canadá. En la universidad McGill de Montreal enseñó y hoy sigue siendo profesor emérito. Bunge visita Madrid de paso para Génova porque, subraya, “de allí es mi señora”. En Génova pasará dos meses, corrigiendo la versión inglesa de sus memorias: “Voy viendo que hay pasajes muy locales que quiero cambiar. Espero publicarlas en septiembre”.

Serán las memorias de un lúcido testigo del siglo XX, un observador atento de la realidad analizada bajo el prisma materialista que le define, combatiendo las escuelas filosóficas “que no ayudan a buscar la verdad”, las doctrinas que anulan al ser humano y, de paso, las falsas ciencias, de la homeopatía al psicoanálisis, siempre con grandes dosis de razón y de humor. Premio Príncipe de Asturias de Humanidades y Comunicación en 1982, sus libros están publicados en España por Gedisa y por Laetoli.

Pregunta. ¿Puede haber filosofía fuera de la ciencia?
Respuesta. Puede. La mayor parte de los filósofos no saben nada de ciencia, pero están varios milenos atrasados y no pueden profundizar en cuestiones importantes, que han sido ya respondidas por la ciencia, como por ejemplo qué es la vida, la psique, la justicia…

P. Usted ha dicho que la ciencia y la técnica son los motores del desarrollo ¿Cómo está afectando la crisis a la producción de conocimiento?

R. De una doble manera. Primero se han reducido en casi todas partes los fondos para la investigación y, segundo, hay una crisis ideológica y hoy la ciencia asusta tanto a la izquierda como a la derecha. Antes los únicos enemigos de la ciencia estaban en la derecha; hoy hay muchos izquierdistas que confunden la ciencia con la técnica y creen que es ante todo una herramienta en manos de las grandes empresas.

P. ¿Aprenderemos algo de esta crisis?

R. Los golpes no enseñan nada, no creo que aprendamos de esta crisis, sobre todo si los gobiernos siguen pidiendo consejo a los economistas que contribuyeron a crearla, a los partidarios de políticas sin regulación.

P. Usted ha dicho que la técnica, a diferencia de la ciencia básica pero a semejanza de la ideología, no siempre es moralmente neutral ni por lo tanto socialmente imparcial. ¿Cuál es su juicio global sobre la actual expansión de las tecnologías de la información y sus aplicaciones?

R. Todo avance técnico tiene aspectos positivos y negativos, desde el teléfono celular al iPad, que han facilitado la adquisición de información pero están destruyendo la sociedad, que se está aislando cada vez más. Están teniendo un efecto desolador, por ejemplo se leen menos libros cada vez. Antes los estudiantes dedicaban 25 horas semanales a estudiar, pero ahora ya son 15 y dentro de unos años serán 10 o 5. Las bibliotecas están vacías.

P. ¿El avance y la facilidad de la comunicación es positivo para la investigación?

R. La búsqueda de información hace que todo sea más rápido, pero obstaculiza la creatividad y la imaginación. Antes, cuando uno no encontraba algo en la biblioteca tenía que inventarlo o reinventarlo, exigía más esfuerzo, ahora se exige menos y eso no es bueno.

P. En la biología contemporánea hay una fuerte tendencia a la genomización que lleva al determinismo genético. ¿Qué opina de ello?

R. Los biólogos auténticos no son deterministas genéticos. Hoy se habla de epigenética, el estudio de las transformaciones que va sufriendo el genoma por la acción del ambiente. Se creía que el genoma estaba blindado contra el ambiente pero hoy sabemos que puede combinarse químicamente y que esas mutaciones pueden heredarse. Sabemos que una rata separada de su madre tendrá una progenie socialmente inadaptada.

P. ¿Es una nueva forma de determinismo genético?

R. No, no es determinismo. Hay dos determinantes, los genes y la experiencia. Es como preguntar qué longitud tiene una cancha de fútbol. Lo que importa no es solo la longitud, es también la anchura, el área, lo mismo pasa con lo heredado y lo aprendido. Es inútil nacer con una gran carga genética si se nace en un desierto, un desierto cultural o político que haga imposible la búsqueda de ideas nuevas.

P. Cajal, con cierta ironía, escribió que el ser humano tiene una glándula de creer que se va extinguiendo poco a poco pero que aún sigue presente. ¿Qué opina usted del auge de las falsas ciencias?

R. Hay algo paradójico. Cuanto mayor es la educación de una persona tanto más dispuesta está a creer en seudociencias, porque se entera de su existencia. La paradoja es que la educación, tal y como está, en vez de hacer que la gente piense en forma científica hace que se vuelva más supersticiosa. Es muy común encontrar especialistas científicos que se hacen tratar por psicoanalistas o por homeópatas.

P. ¿Qué se puede hacer?

R. Hay que cualificar la manera de enseñar, que sigue siendo muy dogmática. Se enseñan ideas pero no se enseña a discutirlas. La finalidad de la educación es educar, no evaluar. Claro que necesito saber si el trabajo ha sido eficaz o no, hace falta alguna manera de evaluar, pero no con los exámenes, que solo valoran la memoria y hacen que el proceso de aprendizaje sea aterrador en vez de ser agradable y hasta excitante.

P. Hay un cierto rechazo actual de la sociedad hacia la ciencia, en cuestiones como las vacunas. ¿A qué se debe?

R. Es parte de la rebelión de los ineducados. Hay dos clases de rebeldes, los que saben algo y los que no saben nada y se rebelan contra todo y creen que todos los organismos del Estado, incluso las escuelas, son parte de una conspiración para dominar a la gente. Es la noción del saber entendido solo como un arma política. Se puede utilizar como arma política, pero la ciencia tiene una finalidad, estimular y satisfacer la curiosidad.

P. ¿Qué les diría a quienes consideran que la historia, la sociología o la psicología no son ciencias?

R. La historia es mucho más científica que la cosmología. El buen historiador busca y da evidencia de prueba, a diferencia de los cosmólogos fantasistas, como Hawking. La historia es la más científica de las ciencias sociales.

P. ¿Y la economía?

R. Es una semiciencia.

P. ¿Cómo imagina el mundo en el 2050?

R. No me animo, no soy profeta. Puede que siga degradándose, puede ser que encuentre un camino más razonable. En este momento la situación mundial está muy mal, el mundo está dominado por un imperio, como lo estaba el mundo mediterráneo a final del imperio romano, y ese imperio se está expandiendo.

P. ¿Será más rápida la ciencia resolviendo problemas, como la degradación ambiental, por ejemplo, o la degradación correrá más?

R. El mito moderno es que las tecnologías de la información nos van a salvar, que mejorarán la sociedad y salvarán la naturaleza, pero es un mito completo. Con un ordenador no se cultiva el trigo, aunque conviene que el tractor tenga reguladores electrónicos, pero los grandes avances en la agricultura se deben a la genética y a la ingeniería, que ha construido máquinas mejores.

P. Entonces, ¿se atreve a hacer un pronóstico?

R. Me dan rabia los profetas porque confunden sus deseos con las posibilidades. Para hacer predicciones hacen falta leyes y no tenemos leyes de evolución de la sociedad.

ADIÓS, GABO: NOS DEJASTE UNA «MANERA NUEVA DE PREPARAR GARBANZOS»






Escribe: Julio Carmona

A unos más que a otros, en este archipiélago de opiniones que es la América Latina, ha conmovido la noticia sobre la desaparición física de Gabriel García Márquez —aunque no era inesperada: por los últimos informes médicos de su delicada salud—. Ha sido una noticia que generó como reacción en cadena un sinnúmero de textos de toda índole, la mayoría de ellos laudatorios —y bien merecidos— para nuestro afamado poeta (no hay que mezquinarle el título, y al hacerlo estoy obviando los textos reprobatorios). Visto así el panorama, sería redundante referirme aquí a sus méritos personales y artísticos.

     Pero en tanto nuestra revista no puede omitir el hecho, dada la calidad humanística y en gran medida socialista de tan insigne representante intelectual de Nuestra América, creo pertinente (y hasta productivo) desarrollar un tema que no he visto que haya sido tratado por otros comentaristas de su obra: ¿cuál era el nivel de importancia que Gabriel García Márquez le asignaba a la literatura? Y es una respuesta que se puede encontrar en muchos de sus escritos. Y es de ahí, obviamente, de donde pienso extraer uno de esos indicios de respuesta a una visión garcíamarqueana de la literatura. Pero adelanto que es una visión contradictoria, mas no porque se niegue a sí misma, sino por su carácter dialéctico, de unidad de contrarios.

     Se trata de ubicarse en uno de los múltiples asuntos que se desarrollan en el Macondo de Cien años de soledad. Aquel que involucra al grupo de adolescentes que acompañan a un Gabriel que los críticos han propuesto como representante del autor (por varios indicios que este da relacionados con otros de su biografía). Es un grupo de amigos que suele visitar al sabio y viejo librero Catalán. Se sabe de este casi al final de la novela, cuando el último Aureliano —Aureliano Babilonia— conversa con el fantasma de Melquíades y éste le indica cómo debe hacer para leer su manuscrito: aprender el sánscrito, y le precisa que el libro que ha de enseñarle ese idioma se encuentra en la librería del sabio catalán. Y es este —prototipo del «escritor puro», en el mejor sentido de la expresión, que: «Estuvo media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares, sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía»—, fue él —digo— quien les transmite a los cuatro amigos y a Aureliano Babilonia la primera definición de literatura que interesa para mi propósito, y será pensada por Aureliano Babilonia. Dice el narrador: «No se le había ocurrido pensar hasta entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente (…). Había de transcurrir algún tiempo antes de que Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.»

     Y ya en ese convencimiento está el germen de lo que es la literatura para estos personajes (y para su alter ego, Gabriel García Márquez): que es arbitraria y, por ello, con tendencia a lo irreal, lo cual contradice al espíritu del hombre utilitario, quien no se da cuenta que en esa arbitrariedad se encierra algo importantísimo: seguir preservando la vida, buscándole la novedad, la maravilla, que es su alimento para mantenerse invicta, es decir, para seguir siendo vida. Esta es una interpretación de aquella «manera nueva de preparar garbanzos»; asumirla de manera literal es quedarse en el callejón sin salida del hombre utilitario, aquel que se encorajina con el hijo que lee poesía y le pronostica el peor de los futuros: «morirse de hambre».

     Y esa doble faz de la literatura de insignificancia/trascendencia, se verá graficada con la acción ya definitiva del sabio catalán. De él se dice que «Su fervor por la palabra escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus manuscritos estaban a salvo de esa dualidad.» Y se refiere que uno de los cuatro amigos de Aureliano Babilonia: «Habiendo aprendido el catalán para traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre tenía llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros, y una noche los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido comentó muerto de risa que aquel era el destino natural de la literatura»; es decir: perderse en el burdel es el destino de la literatura; pero «el burdel» como símbolo de la vida. No en vano el maestro de Gabo (así reconocido por él en su discurso del premio Nobel) William Faulkner decía que el lugar ideal para escribir es el burdel: con un silencio sepulcral en el día y una explosión de vivencias infinitas en la noche. Y ese hecho de que la literatura se pierda en el burdel —es decir: en la vida— equivale a decir que el poeta no se va a desesperar porque su verso sea recordado por otros, sin que figure su nombre, pues eso es solo una muestra de que ha logrado enriquecer la vida, regalándoles a los seres humanos una «manera nueva de preparar garbanzos».

      Pero la anécdota se completa con la reacción opuesta a aquella rijosa del burdel. Leemos: «En cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no se llevara los tres cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga, hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. “El mundo habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de carga”.»

     Lo dicho: esa «urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera», se puede graficar con las dos caras de Jano, el dios de los romanos, para simbolizar que a la literatura no hay que creerle que el personaje de Kafka se pueda dar en la realidad, tal como él lo describe; pero sin mezquinarle importancia —y eso significa creerle—: que esa imagen representa al hombre enajenado de su humanidad; convertido en algo no-humano, en un insecto (ya sea una cucaracha o un escarabajo), aquel ser humano que se ve obligado a buscar su alimento en la basura.

     Y no hay que creerle mucho a la literatura porque también, subliminalmente, puede estar pretendiendo manipular las conciencias, insinuando, por ejemplo, que «toda violencia es mala» —como lo hace Mario Vargas Llosa en su, formalmente buena novela, La guerra del fin del mundo. Cuando —desde la dialéctica— se sabe que la violencia también tiene dos caras: la violencia que aniquila a los seres humanos convirtiéndolos en esclavos del capital, enajenándolos de su ser humano, negándoles su calidad de sujetos, degradándolos al nivel de cosas, de objetos; y el lado opuesto de esa «violencia»: la que esos seres humanos asumen, en una huelga, en una marcha, en la lucha definitiva contra ese sistema criminal.

       No es, pues, tampoco, como propuso Pier Paolo Pasolini, que Cien años de soledad no pasaba de ser una versión indigna de lo literario sin trascender las limitaciones del guion cinematográfico, y menos resultan certeras las insidiosas —y pretendidamente irónicas— críticas que le hace esa especie de «Alonso Fernández de Avellaneda» que es el paisano de Gabo, Fernando Vallejo, pues ambos críticos han pasado por alto esa visión dialéctica de la literatura, y que es sintetizada por la siguiente frase de Gabo: «Un escritor puede escribir lo que le dé la gana siempre que sea capaz de hacerlo creer.» Y el hacerlo creer no es un timo al lector: es darle algo nuevo para enfrentar la vida: «una manera nueva de preparar los garbanzos.»