Teoría poscolonial y encare decolonial Hurgando en sus genealogías[1]
Escribe: José Guadalupe Gandarilla |
El malestar de las secuelas de la dominación colonial y las
perspectivas de una acción descolonizadora, es la presente reflexión que nos
plantea José Gandarilla. El autor señala una frontera que permite establecer la
distinción entre dos enfoques anticoloniales: poscolonialidad y giro
decolonial.
La propuesta decolonial se erige como una voz surgida desde la
“periferia” confrontando el discurso eurocéntrico. Hay otra mirada sobre la
colonialidad y, desde luego, la consolidación desde una propia “comunidad de
comunicación”; opuesta y crítica al discurso colonial que se nos impuso.
* Se pública con la autorización expresa del autor. Tomado de Bidaseca, Karina (2016). Genealogías críticas de la colonialidad en América Latina, África, Oriente. Buenos Aires: Clacso, Idaes, UNSAM. pp. 297-318.
“Haber sido colonizado se convirtió en un destino duradero, incluso de resultados totalmente injustos, sobre todo después de que se había logrado la independencia nacional […] pueblos colonizados que, por un lado, fueron libres pero por otro siguieron siendo víctimas de su pasado” Edward W. Said [3]
ablar de perspectivas descolonizadoras del conocimiento,
anticolonialistas en sus objetivos políticos, poscoloniales en sus pretensiones
teóricas, o que se han embarcado en la defensa de opciones decoloniales para la
lectura y transformación del mundo; más aún, hacerlo con el objetivo explícito
de hurgar en sus genealogías con el fin de aportar elementos para una mínima
cartografía que distinga entre unas posiciones y otras, pareciera hasta
excesivo por ciertos motivos, disímiles pero efectivos, que se han escudado
para liquidar un objetivo mínimo de clarificación entre enfoques.
Ubicados desde dos flancos pudiera parecer hasta ocioso
plantear una reflexión sobre las trayectorias investigativas de un grupo
medianamente homogéneo de autores que suelen integrarse en alguna de las
variantes de pensamiento, distante al hegemónico o más difundido, pero
coincidentes en señalar el nefasto papel que para las sociedades periféricas ha
significado la imposición del colonialismo occidental y el orden social
capitalista. Suele procederse señalando que ese tema ya está mediana o
suficientemente discutido, o bien, por el otro flanco, que no vale la pena
emprender ese esfuerzo pues no lo justifica el peso teórico o epistemológico de
tales enfoques que (desde un saber pretendidamente establecido) no se han
ganado todavía un lugar significativo en la larga trayectoria del conocimiento
humano y en la historia de las filosofías que pueden ser consideradas como
tales. En cualquiera de los dos casos, un hecho se puede constatar, tal
proceder tiene por resultado un empobrecimiento del mundo del conocimiento,
pues no se avanza en una necesaria distinción de perspectivas que permita
también sacar dichas incursiones del terreno meramente teórico o del rigor
conceptual y procure ampliar sus alcances al proyectar dicho esfuerzo hacia el
escenario de las prácticas, lugar en el que las demarcaciones señalan
consecuencias definitivas toda vez que se ejercita un emplazamiento
genuinamente político de los conceptos.
Sin necesidad de ser exhaustivos, se pueden señalar tres
elementos verificables que acopian datos para una mínima constatación: el tema
no ha sido suficientemente recuperado por esfuerzos de integración conceptual,
sea en el caso de ciertos productos académicos (enciclopédicos, manuales,
antologías o glosarios), lo que legitimaría de suyo emprender la escritura de
un trabajo que tuviera por objetivo reconstruir los espacios de emisión de
tales discusiones, y el modo en que se van construyendo tales tradiciones. Contra
lo que pudiera sospecharse, de una cierta legitimación académica del tema y,
por el contrario, abonando a un eficaz silenciamiento o encubrimiento de tales
enfoques se pueden ofrecer tres ejemplos, cada uno de ellos ejercitado desde un
muy específico lugar de enunciación. En el primer caso; dentro de un volumen
editado en el primer lustro de la década del dos mil, que busca ofrecer al
lector universitario de habla hispana una visión panorámica del estado de la
cuestión de las ideologías y movimientos políticos contemporáneos (Mellón,
2006), no se concede espacio alguno para que cualquiera de las colaboraciones
trate los temas del poscolonialismo o la perspectiva decolonial (siendo que si
son tratados otros conceptos de una relevancia similar: antiglobalismo o, por mencionar algunos), en
el segundo caso; en un libro destinado al público lector de habla inglesa,
editado por los mismos años, pero ya puesto a disposición en traducción al
idioma castellano, libro que se ocupa de la historia del pensamiento político
del siglo xx (Ball y Bellamy, 2013), se topa uno con la misma carencia: no hay
ninguna entrada temática, dentro de las cinco partes que componen la obra, que
se consagre a tales temas, ni siquiera en aquella que trata de ubicarse “Más
allá del pensamiento político occidental”, en el tercer caso; dentro de aquel
esfuerzo amplísimo que dio por resultado la publicación de Latinoamericana: Enciclopedia contemporánea de América Latina y el
Caribe (Sader y Jinkings, 2009), a lo más que se llega es a tratar con gran
exhaustividad el juego conceptual de “Racismo y razas”, y cuando de la
trayectoria conceptual del “Pensamiento social” se trata, su autor arriba a una
conclusión cuando menos incompleta o cuestionable, identificando que para
nuestra región las rutas más fructíferas que el pensamiento crítico transita en
el inicio del siglo xxi son tres: las del reavivamiento de los enfoques
dependentistas articulados con el análisis del sistema mundial, la reformulación
del pensamiento neodesarrollista, y la reconstrucción del pensamiento
antiimperialista, tres enfoques que, eso sí, coincidirían en señalar la
importancia estratégica de América latina para los destinos del sistema mundo
en su conjunto. En los tres casos, que hemos apenas apuntado, se trata de algo
más que lamentables olvidos, ilustran hasta cierto punto un desinterés por
ocuparse de atender cualquiera de las genealogías del discurso descolonizador;
la excepción notable que confirmaría la regla y que suma su aporte a la
superación de tales ausencias (puesto que se trata de un trabajo que fue
elaborado con el objetivo explícito de atender tal problemática, la de una
geopolítica del conocimiento, y desde tal lugar de enunciación, la perspectiva
decolonial) sería la voluminosa obra que lleva por título El pensamiento filosófico latinoamericano, del Caribe y «latino» (1300
– 2000) (Dussel, et al., 2009). Ya mucho esta dicho en esa obra, pero vale
la pena apuntar algunos otros elementos, y es con dicho propósito que
escribimos las siguientes páginas.
Una necesaria distinción de dos enfoques.
En un reciente trabajo, el antropólogo colombiano Arturo
Escobar encara de manera muy crítica y fundamentada las consecuencias de la
persistencia de un cierto enfoque occidental racionalista, que asociaría sus
límites cognitivos a un modo de pensar que descansa en una epistemología
dualista. Escobar procede, enseguida, a mostrar cómo tal herencia en el trato
de los temas opera como obstáculo mayor para el desarrollo de enfoques
ontológicos relacionales, por los cuales él apuesta, y se permite subrayar,
casi de pasada, ni siquiera en el cuerpo del texto principal sino en una nota
al pie, en primer lugar, la existencia de una línea de investigación
convergente a la que caracteriza como “perspectiva descolonial” a la que se
asociarían nombres como los de Enrique Dussel, Aníbal Quijano y Walter Mignolo,
y en segundo lugar (lo que resulta de interés para este trabajo), anota con
firmeza que “debe resaltarse que esta perspectiva no es la misma de la teoría
poscolonial” (Escobar, 2013: 28).
Con un cierto ánimo de clarificación, que no puede estar
exento de incurrir en algo de esquematismo hemos de comenzar por esbozar muy
brevemente la segunda tendencia intelectual pues, creemos, resultará más útil
desde ahí intentar recuperar lo que el debate modernidad/colonialidad en
perspectiva de lo decolonial está poniendo en juego.
Teoría poscolonial
En un trabajo emplazado desde una explícita «lectura
sintomática» de la «problemática» poscolonial” (Mellino, 2008: 23), lo que en
un inicio indica, cuando menos, elusión o superación del “sentido literal”
(Mellino, 2008: 31) al que propende el uso del prefijo post de la expresión
“poscolonial”, se esperaría que se hubiese ofrecido una argumentación que
problematizara el vínculo, más que asumiese un enlace inmediato con el bloque
que integra la serie de filosofías o procederes finalistas: de la historia, del
Estado-nación, de los grandes relatos, etc. En el caso de Mellino, en el
trabajo que estamos comentando, eso queda más como un propósito que como una
tarea lograda.
Aunque ya desde el artículo esclarecedor de Stuart Hall
(2014: 611-635) se sabe que en el caso de lo poscolonial recurrir al prefijo post no plantea un uso que periodice
etapas, que nos indique “después de” o “superación de” sino que corresponde a
la captación de situaciones de “doble registro” y que en este caso opera como
un “más allá de”; en el texto de Mellino, parece incurrirse, sin embargo, en
algo que hasta su autor detecta autocríticamente al inicio de su libro: “una
identificación bastante estricta de lo poscolonial con lo posmoderno” (Mellino,
2008: 16). Y no es que ello no fuera así, sino que está al día de hoy más al
uso distinguir entre variantes de poscolonialismo como entre variedades de
posmodernismos. De hecho, decir “identificación” es eufemístico cuando a lo que
se procede, en dicho libro, es a expresar al primero como una variante de lo segundo
(lo que liquidaría de tajo la intención poscolonial, pues hace de ella una
peculiar incursión, periférica, de un determinado canon, el posmoderno, que se irradia desde el centro cultural),
pero lo que se ha comprometido involucra una apuesta más costosa aún, de la
cual su autor no sale ileso en afirmaciones del siguiente tenor: “poscolonial
se revela como un concepto de dudoso valor heurístico” (Mellino, 2008: 31). Y
ello por una elemental retroactividad pues su propio libro daría cuenta de un
cierto valor, sea heurístico o testimonial, de que el tema y la ocupación de
esa figura representacional (lo poscolonial) es un objeto válido o legítimo de
teorización.
Una reciente reseña publicada por Timothy Brennan en la New Left Review, nos ofrece también
la posibilidad de reconstruir otros rastros de esa segunda perspectiva a la que
Escobar alude como “teoría poscolonial”. En dicho texto el autor británico se
desvive en elogios para el “magistral
Postcolonial Theory and the Specter of Capital” (Brennan, 2014: 75) como
para decir que los debates suscitados por esta intervención “le han quedado
limitados” (Ibid) y ante los cuales la obra de Vivek Chibber se agiganta, se
eleva “por encima de buena parte de esta crítica como para ser analizado con
respeto en revistas especializadas en sociología” (Brennan, 2014: 79), como
dejando entrever que es justo en estos espacios de recepción académica donde
reside el dictaminador último de una incursión de esta naturaleza, sin embargo,
el libro de Chibber al plantearse por tema la lógica del capital y su vocación
de expansión territorial (ese tan particular universalismo), se ubica en
terrenos más amplios que los exclusivamente teóricos, pues pretende incidir en
el terreno de las prácticas y de cómo son teorizadas.
Aunque interesa cómo sea la recepción en los cuerpos de
validación académica, interesa dicha obra antes bien por el ángulo inexplorado
que pretende iluminar, de una pretendida práctica (teórica) que para el autor
se ofrece como la de un trayecto que le condujo hacia derroteros limitados o
equívocos, de ahí que las reacciones (discordantes o afines) que ha suscitado
son tanto o más importantes que el propio trabajo de Chibber, pues dicen mucho
del modo en que esos autores (en su momento, partícipes de la ola
subalternista) sometidos ahora a la crítica, recuperan y reactualizan sus
enfoques, como viables o no, para la lectura del complejo mundo que habitamos y
de los problemas que vivimos. El largo comentario de Brennan, muy bien
informado, tiene una segunda virtud, la de ofrecer los elementos suficientes
para reconstruir el recorrido que irradió desde la escuela de estudios
subalternos de las corrientes historiográficas hindúes bajo la égida de Ranahit
Guha y sus alumnos (y que bien hacían en combinar el énfasis gramsciano en “lo
subalterno” con la reconstrucción histórica “desde abajo” de los historiadores
sociales británicos), hasta la irrupción de toda una tradición de enfoques
teóricos poscoloniales con tal espacialidad en sus alcances como para
instalarse de modo pleno en el propio interior del sistema universitario
estadounidense (primero, en los departamentos de lenguas romances y crítica
literaria, luego en los llamados “estudios culturales”, no pudiendo ser otros
los espacios académicos de recepción cuando los departamentos de filosofía, o
de otras disciplinas sociales, se mantenían vedados si no se comulgaba con las
corrientes hegemónicas, deconstruccionistas en unos casos,
sistémico-funcionalistas en otros).
Eso que en el comentario de Brennan se documenta como
irradiación desde un determinado protagonista o condición de vida desventajosa,
que tales estudios colocan como situación de inobjetable subalternidad, hacia
un lugar de emisión de mensajes, condición enunciativa o entidad interpeladora
donde la condición poscolonial replica un persistente sello colonial, hubo de
proyectarse hacia escenarios muy amplios y con impactos más abarcadores que los
de la “historiografía nacionalista” o las historias de la nación, nicho
original que les vio nacer. Dicho traslado, y las secuelas que a ello se fueron
asociando (y que cuasi metafóricamente pudiera ser visto como la transición de
un énfasis que va de lo “desde abajo” a lo “desde el borde”), fueron
ampliamente captadas al modo de un emplazamiento de amplio impacto sobre el
modo de producción del saber académico a través de toda una máquina generadora
de discursividades que aunque alojaba una gran pluralidad en sólidas nervaduras
intelectuales, quedaba ensombrecida por la llamada “santísima trinidad
poscolonial” conformada por Edward Said, Homi K. Bhabba y Gayatri Chakravorti
Spivak. En cada uno de estos casos se daba cuenta de una peculiar manera de retrotraer
desde los márgenes al núcleo, respectivamente, los quiebres filosóficos
asociados al posestructuralismo, el posmodernismo y la deconstrucción, o si se
quiere, visto desde otro ángulo, ciertas palabras-clave, o descriptores
asociados a nociones como “sujeto”, “intersticios” o “diferencia”, fueron
ocupando diversas disciplinas, bloques no disciplinarios y a las humanidades en
su conjunto, así como a muchos de las más prestigiosos espacios editoriales. Lo
que algunos han intentado subrayar, en el trabajo de Chibber, como
demarcaciones clarificadoras de la “teoría poscolonial” (de sus rumbos
equívocos y de sus boquetes argumentativos) y que le otorgarían plena
pertinencia y sustrato de originalidad no son sino ciertos gestos que vuelven a
reiterar algunas críticas que con mayor legitimidad quizá (por haber
pertenecido a autores que inicialmente habían participado de dicho movimiento
intelectual y después se separaron de él) habían sido ya defendidas, entre
otros, por Aijaz Ahmad (1996) o Sumit Sarkar (2009).
Recurriré a estos últimos para señalar el cambio de rumbo
experimentado y el tipo de “extravío” que más género de suspicacias precipitaba
y que en el referido libro de Vivek Chibber se comprime muy sucintamente, al modo
de una definitoria reorientación, en una especie de movimiento sin retorno. En
el marco del proyecto original de los estudios subalternos se maquinó una
transición de un cierto “materialismo cultural” hacia una “agenda más
decididamente postestructuralista” (Chibber, 2013: 7). Los departamentos de
análisis literario, y otros rubros de las humanidades, en la academia
estadounidense empezaron a practicar una interminable labor deconstructiva, y
desde ahí como epicentro fueron replicándose hacia otros espacios (pues si en
la forma predomina globalmente el modelo norteamericano de “universidad
corporativa”, su lengua científica predilecta es el inglés y su figura
representativa la del homo academicus),
que importaban dicho modo de proceder con los textos, o dicho con más crudeza
“esa moda intelectual” sin importar que en ello se jugara un sacrificio de
contextos. En rigor, esa reorientación era expresión de cambios que atacaban al
núcleo o los fundamentos del “capitalismo tardío” que había sido dominante hasta
mediados de los años setenta (Mandel, 1979) y a un agotamiento del tipo de
diques de contención que en el campo de la política enfrentó dicho modo de
producción y sistema mundial hegemónico, y no sólo a un cambio de ánimo en la
“lógica cultural” (Jameson, 2001, Harvey, 1998) que daba expresión de la
recepción generalizada del “estilo filosófico” de los discípulos franceses de
Heidegger, así que mientras éste al decretar el agotamiento de la metafísica en
las sendas de la filosofía pretendía inaugurar el momento de un auténtico
pensar, aquellos se explayaban y procuraron inaugurar en los mares de la
política nuevas rutas de experimentación, pretendiendo ser ellos los poseedores
únicos de cuadrante, catalejo y embarcación. Así resume Aijaz Ahmad la lógica geopolítica
de la que hablamos y que se distiende como cambio en la geopolítica del pensar:
“las dos décadas del gran radicalismo en el pensamiento francés –aproximadamente de 1945 a 1965–, fueron las décadas en las cuales el problema colonial constituyó el punto principal de disputa dentro de la sociedad francesa; ocurrió asimismo con la elevación y la caída del radicalismo norteamericano en la década siguiente –desde alrededor de 1965 a 1975– consecuencia directa de la guerra de Vietnam […] Fue en esta coyuntura donde se inició el ascendiente intelectual del estructuralismo y luego de la semiótica, primero con variantes claramente radicales –acordes con el carácter de los tiempos–, y luego con direcciones crecientemente domesticadas […] En el curso de la década siguiente […] muchos de los miembros más estridentes de la generación del 68, de Kristeva a Glucksmann, pasaron luego a la ultraderecha de los «Nuevos Filósofos», y las voces que vinieron a dominar la vida intelectual francesa –Derrida y Foucault, Lyotard y Baudrillard, Deleuze y Guatari– muy cómodamente anunciaron la «muerte del sujeto», el «fin de lo social», etc.” (Ahmad, 1996: 71 – 72).
Lo que este integrante original de Subaltern Studies pretende subrayar es el cumplimiento de una tarea
altamente conservadora, encubierta en la inagotable agenda deconstructiva, que
ejecutaba una modificación del ánimo contestatario al interior de los campus universitarios estadounidenses
que se habían visto obligados a hacerse cargo de “las problemáticas de la raza,
de los géneros sexuados y del imperialismo” (Ahmad, 1996: 77). La batalla
contra el radicalismo de los años sesenta y setenta se ganaba a través de una
normalización de la vida académica y en el acto de concordia que significaba el
compartir una determinada jerga del discurso bajo la amenaza de quedar fuera o
invisibilizado para todo fin práctico de aquellos que intentaran erigirse en
disidentes. Si para el sistema universitario corporativo ya el problema es la
persistencia de tal radicalismo, para el ojo crítico del intelectual hindú lo
es el que de éste se traicione su espíritu:
“el peligro fundamental y constante que enfrenta cada radicalismo –sea negro, feminista o tercermundista– es el peligro del aburguesamiento. Son tres las tendencias bajo las cuales los movimientos radicales de este tipo son finalmente asimilados por las principales corrientes de la cultura burguesa: el nacionalismo, el esencialismo y las teorías actualmente en boga sobre la fragmentación y/o muerte del sujeto; las políticas del discreto exclusivismo y localismo, por un lado, y, por el otro, –como lo harían algunos posmodernistas–, el propio fin de lo social, la imposibilidad de posiciones estables para el sujeto, así como la muerte de lo político como tal” (Ahmad, 1996: 77).
Con la intención de desagregar el campo que desde la crítica
literaria tendió a agrupar en una sola categoría monolítica, algo así como la
literatura del “tercer mundo” y haciendo de ésta no otro sino el espacio de
emisión de un homogéneo “nacionalismo”, y de la lucha “tercermundista”, cuando
el modo en que debiese haberse procedido era en una ruta alternativa, heredera
de Gramsci, en aquello de que los ejes de identificación en la política y la
mediación social en el mundo de los estados ampliados, son campos de disputa, y
son decididos en el ejercicio práctico de la correlación de fuerzas, que
comienza a inclinarse hacia un determinado flanco, el de aquel bloque histórico
emergente que ocupa en mejores condiciones el “campo político” porque ha
vencido también en la disputa por el sentido común, de ahí que se resquebrajen
los sentidos hegemónicos de los aglutinamientos anteriores, por tanto,
“el nacionalismo per se no es ni progresivo ni retrógrado, ni tiene un contenido de clase previo, distinto a su incorporación en el discurso de una clase o bloque de poder particular que aparece en determinadas circunstancias históricas. El verdadero problema es ¿Cuál nacionalismo? […] Así pues el nacionalismo anticolonial en sí mismo puede ser no solo liberador sino también opresor […] Aún más […] el tipo de Estado que surgió con la exitosa conclusión de las luchas anti-coloniales, continúa siendo capaz de ejercer cualquier tipo de represión y brutalidad a fin de reprimir disidencias legítimas y la pluralidad esencial de nuestra sociedad” (Ahmad, 1996: 96 - 97).
No es el ejercicio deconstructivo (literario) lo que parece
interminable, sino la política misma (en su sentido literal) lo que no deja de
experimentar una permanente actualización y cambio para que de ella no
predomine su petrificación u osificación sino esa especie de plasticidad en
acto que en múltiples maneras de luchar ocupa la arena de disputa y con ello el
modo en que se le ha de dar forma a la política porque la sociedad elige darse
forma a sí misma.
No es muy diferente lo que ha de sostener por su parte Sumit
Sarkar para quien, de partida, tal perspectiva historiográfica novedosa surgió
como “un esfuerzo por «rectificar el sesgo elitista» […] común a las
interpretaciones colonialista, «nacionalista burguesa» y marxista tradicional”
(Sarkar, 2009: 34) que sin embargo pronto ha de vivir el paso de una especie de
edad dorada hacia un período menos luminoso: “un proyecto que había comenzado
con un enérgico ataque hacia la historiografía de la elite, terminó escogiendo
como un héroe al principal ícono del nacionalismo Indio oficial” (Sarkar, 2009:
41). Tal vez convenga apreciar esto con más detenimiento.
En el caso de este autor se ha de dirigir la atención hacia
una dimensión que bien podríamos llamar interna
a los Subaltern Studies. Y es que
desde ese ángulo se haría viable una determinada imagen de cómo se exalta
determinado énfasis que va en dirección a demarcar taxativamente tal tipo de
estudios preferentemente desde otro significante. Si se opera un desplazamiento
de lo subalterno a lo poscolonial es porque antes hubo de haberse operado una polaridad o deslizamiento desde los estudios subalternos “originales”, hacia lo
que fueron los trabajos pertenecientes a la última etapa de dicho grupo y
difundidos en su revista, donde se detecta el “cambio de la pareja conceptual
elite/subalterno a las nuevas combinaciones de lo colonial/la comunidad
indígena o también a la de Occidente/nacionalismo
cultural del tercer mundo” (Sarkar, 2009: 41). La absorción de lo
subalterno por lo poscolonial, en un frente fue mirado como el desdibujamiento
de la incursión de los de abajo en la historia oficial relatada por los vencedores,
y desde otro, como cierta sustitución de los sectores explotados y oprimidos de
muy diversas formas, en ambos casos, ello expresaría para los críticos de la
poscolonialidad, una pérdida de afinidad con cierta herencia marxista.
Para Sumit Sarkar las características de este traslado al
interior del grupo (que, en los hechos, se experimentó como el abandono por
parte de algunos de sus fundadores y el acogimiento de nuevos enfoques por la
inclusión de otros historiadores como integrantes tardíos del proyecto),
significó ir “desde lo «subalterno», primero hacia lo «campesino», y más tarde
hasta el tema mismo de la «comunidad»” (Sarkar, 2009: 36), este vuelco desata
para este autor, “una mezcla de temores tanto académicos como también
políticos” (Sarkar, 2009: 51), plenamente justificados y que van en
convergencia con las derivas abstractas, eminentemente teorizantes y
francamente despolitizadoras detectables al interior del “stablishment poscolonial” (Brennan, 2014: 93), documentadas también
por Aijaz Ahmad, y más tarde por Vivek Chibber.
De los planteos originales se encaminó hacia la pérdida del
componente subalterno, con un fuerte cambio de significado de tal categoría y
un cierto ensombrecimiento de la fuerte carga referencial hacia la escuela de
la historia social marxista británica (Christopher Hill, Eric Hobsbawm, Edward
P. Thompson), así como a una disposición en declive para concentrarse en lo relacional como elemento definitorio del
conjunto o la totalidad, y un énfasis progresivamente creciente hacia un lado u
otro de polaridades simplificadas. Y ello parece que ocurrió en razón de que se
impuso una “tendencia a esencializar las categorías de lo «subalterno» y de la
«autonomía»” (Sarkar, 2009: 37) que en lugar de “explorar la dimensión olvidada
y marginada de la autonomía popular o subalterna en los campos de la acción, de
la conciencia y de la cultura” como era lo que procuraba nuestro autor (Sarkar,
2009: 35), precipitó al proyecto hacia un entendimiento de lo subalterno y de
la autonomía “como un «discurso derivado», o como radicado en la «comunidad»
indígena, o también como un conjunto de «fragmentos»” (Sarkar, 2009: 39).
Si en términos de proyecto político, al trabajo de Vivek
Chibber lo ánima el señalar que los teóricos poscoloniales no son lo
suficientemente enérgicos como para señalar que la cuestión del desarrollo (y
con ello, los asuntos de la acumulación de capital) experimenta un bloqueo
justo en el marco del Estado poscolonial y ello por la eficacia de las élites y
la clase empresarial para resistir el embate de “las clases peligrosas” (al
modo incluso de incorporar las demandas subalternas a su programa pero
claramente reconvertidas en impulso del dominio hegemónico de la élite)
combinando la violencia, la coerción y el consentimiento. Lo cierto es que
Chibber subraya esto para hacer 307 José Guadalupe Gandarilla Salgado del caso
hindú uno atendible desde la teoría del desarrollo desigual y combinado del capitalismo,
y con ello arrebatarle el peculiarismo que justificaría una teorización
específica, la poscolonial. Pues bien, en el sentido de la ilación histórica y
argumental de las construcciones teóricas, a Chibber le preocupa un proceder
que parece abrevar desde cero por parte de los poscoloniales (cuyas
consecuencias van más allá que solo un descuido con sus predecesores) y en tal
sentido obviar lo que no solo para “ilustrar” o “explicar” sino para “luchar”
contra la violencia histórica del colonialismo hubieron de decirnos la
conciencia anticolonial de la segunda posguerra, que estableció una auténtica
articulación de los temas de la esclavitud y el capitalismo, de la identidad y
el “humanismo” y de la independencia y “lo nacional”, y también un diálogo fructífero
con otro tipo de tradiciones filosóficas y vanguardias culturales, no sólo con
el marxismo, sino con el surrealismo, el existencialismo o la fenomenología.
Pero incluso cuando esos referentes anti coloniales
originarios (los de la segunda mitad del siglo xx) no son ignorados sino que
buscan ser incorporados, sufren una gran mudanza de significado. Un ejemplo
puede ser el privilegiado, y lo da el modo en que la raigambre fanoniana se
transmuta en la intervención de Homi K. Bahba, propiciando un paso en que la
herencia de la liberación nacional queda convertida en procesos “in between”,
de cruce, procesos de “doble conciencia”, cuyos alegatos colocan el reclamo del
sujeto en ámbitos como los de cruce, frontera y zonas de contacto, de modo tal
que lo poscolonial obra como inconsciente colonial del capitalismo global o
como rasgo ideológico del postnacionalismo.
Ahora bien, la noción de archivo en la teoría poscolonial no
es que opere en ánimo de recorte y pretenda fundar ella misma toda la tradición
sino que recurre de la historia colonial a ciertos eventos de esa historia
global como los que más le perturban, los que tienen que ver con el
imperialismo inglés sobre el polo oriental del mundo, cuando desde otras
tradiciones, muy legítimamente, el hito histórico puede estar ubicado en otro
espacio, por ejemplo, la brutal política colonial y genocida sobre el Congo
belga, o en otra escala de tiempo algo más extendida, la violencia genocida
ejercida por lo que posteriormente será Europa, en tiempos de la “modernidad
temprana”, esto es, a todo lo ancho del “largo siglo xvi”.
Ubicar la noción de archivo hacia sus referentes históricos
de muy diverso espesor y alcance permitiría desde otro ámbito también
establecer distinciones al interior de los enfoques englobados como
poscoloniales o descolonizadores, puesto que, de acuerdo al quiebre temporal en
que se establezca la afinidad electiva entre programa sociocultural moderno e
incursión en éste de prácticas coloniales o imperiales, se visualiza la
distancia entre el poscolonialismo asociado con los estudios subalternos
hindúes y el del enfoque descolonizador latinoamericano y caribeño. Por otro
lado, según se tematice el alcance espacial de la dominación y se asuma la
práctica del racismo imperial como algo externo o interno al propio imperio, se
establece una divergencia entre enfoques poscolonialistas de tipo
de-construccionistas y los que se producen al interior del imperio estadounidense
por un conjunto de autores cuya episteme es de-colonial (que integran cierto
latinoamericanismo, el de los pensadores y “filósofos latinos”) (Dussel, et.
al.: 2009).
Muy brevemente, para cerrar este apartado, hemos de apuntar
que la recepción de esta producción intelectual experimentó en los debates
latinoamericanos una triple forma de absorción, en primer lugar, la que se
ubica en más estrecha relación con cierta ruta de los “estudios culturales” en
clave posmoderna, en segundo lugar, la que intentaba absorberla en sus núcleos
originarios reivindicando su sentido subalterno y, en tercer lugar, las
formulaciones que atendieron a los poscoloniales en la mira de criticarlos.
Dentro del primer grupo son representativos los trabajos
coordinados por Alfonso de Toro (1997 y 2006) y por Alfonso de Toro y Fernando
de Toro (1999). La segunda manera en que estas derivas en la raigambre teórica
de lo poscolonial se replicaron en nuestra región fue a través del Manifiesto
Inaugural suscrito por el Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, y
aunque ese colectivo está más que disuelto al día de hoy, cierta huella de tal
perspectiva parece persistir en algunos autores que habían participado en dicha
redacción (preferentemente, John Beverley (2004 y 2010) o hasta José Rabasa
(2010)) también en el trabajo editado por Ileana Rodríguez (2001), o bien en
las tres antologías que para el idioma castellano se han elaborado de dichas
tendencias teóricas y que intentan visibilizar los estudios originarios más
netamente subalternistas (Rivera Cusicanqui y Barragán (1997) Rodríguez Freire
(2011) y Mezzadra (2008)). Representativo de una manera de trabajar con la
teoría poscolonial pero a través de una interlocución crítica con sus premisas
y supuestos pero en intención de destacar un sesgo despolitizador en sus
propuestas se encuentra en Grüner (2002).
Hacia el giro de-colonial
En un trabajo en muchos sentidos precursor, “El pecado
original de América”, Héctor Álvarez Murena (2006 [1954]), integrante del grupo
literario que publicaba la Revista y la colección editorial Sur, primer
traductor de Theodor W. Adorno, Max Horkheimer y Walter Benjamín en América
Latina, y ensayista consagrado, sostiene en lo que figura como apéndice de su
libro (escrito, incluso antes, en 1948) lo siguiente: “Frente a los
intelectuales se levantó siempre la realidad terrible y aniquiladora de lo
colonial” (2006: 210). Esto fue enteramente así, sin embargo, fueron pocos los
que lo explicitaron y lo llegaron a avizorar, y es lo que pretende señalar el
nuevo enfoque de trabajo intelectual cuyo punto de partida establece como
premisa la necesidad de ligar modernidad con colonialidad. Por tales razones,
que han de ser esclarecidas muchas décadas más tarde, hay que otorgarle todo el
mérito que corresponde al planteamiento al que arriba Pablo González Casanova,
en un trabajo en que se ocupa del pensar/ hacer (entre romántico y utópico) de
un ingeniero y pensador mexicano del siglo XIX, en dicho trabajo (publicado en
el año 1953) el sociólogo mexicano llega a sostener que “Un pueblo colonial
sólo es capaz de hacer utopías generales en el momento que se rebela, y en ese
momento empieza a no ser colonial” (González Casanova, 1953: 119). Ese pequeño
desplazamiento que aquí comparece al modo del acto de rebelarse es ya caminar
por la senda del desprenderse de la situación moderno/colonial, es ya
prefigurar la ruta posterior, la del encare de-colonial.
Será, sin embargo, reiteramos, muy posteriormente a estas
pioneras formulaciones y radicalizando el fondo del debate sobre la crisis de
la modernidad que emerja lo que, al paso de una o dos décadas, puede ser visto
como una de las innovaciones intelectuales más importantes, en el globo entero.
Ya en aquel tiempo (fines de la década de los ochenta) América Latina figura
como el territorio más apto, como la “sede posible de una propuesta de
racionalidad alternativa a la razón instrumental” (Quijano, 1991 [1988], 42).
Aníbal Quijano comienza a acercarse al tema y a su formulación ya desde fines
de los ochenta operando un des-marcaje con relación a las caracterizaciones que
hacían de la crisis de la modernidad un motivo para echar al estercolero de la
historia la promesa de emancipación social que, en el modo de presentación del
socialismo realmente existente, no sólo se había aproximado y hasta confundido
con el campo del poder, sino que había ingresado todo ese proyecto a un proceso
de implosión. Ello ponía en claro, para las posiciones posmodernistas (de cuño
europeo) o antimodernistas (más de cuño norteamericano) que con ello la
racionalidad como promesa de libertad se encontraba en un callejón sin salida,
cuya única posibilidad era renunciar al gran relato de la modernidad y de la
teoría emancipadora que ella prometía. En dicho proyecto, se enarbolan las
promesas liberadoras de la racionalidad y la modernidad. El primero en tanto
necesidad cultural y procedimiento cognoscitivo, el segundo como modalidad
intersubjetiva propiciada por el despliegue pleno del entramado anterior.
El problema de la modernidad (que comienza con el violento
encuentro, invasivo y devastador, de fines del siglo XV) implica al poder y a
sus conflictos, en escala mundial. Para Quijano nuestra región, en tanto sitial
del proyecto civilizatorio está necesitada de mirar con nuevos ojos las
ambiguas relaciones con el mundo: se pronuncia por hacerlo de modo “no
colonial”. Ello comienza por asumirse como parte constitutiva del despliegue de
“lo moderno” (que en su figura primigenia, es promesa de liberación, porque es
asociación entre razón y liberación de las amarras tanto del modo de
conocimiento como del orden anterior). Y lo es, primero, en la forma de
inspiración del relato histórico (utópico) que ocupa a Europa en el siglo XVI,
y como integrante, y de avanzada, del discurso ilustrado en el siglo XVII y
XVIII. Será sólo hasta fines del siglo XVIII, cuando (en el argumento de
Quijano), pudiendo la región avanzar en su deslinde respecto a Europa haciendo
ingresar esa modernidad en América Latina, muy al contrario, nuestra comarca
del mundo cayó víctima de la relación colonial con dicha entidad geopolítica y
cultural, pues se revelo incapaz de construir desde los más legítimos procesos
de democratización y genuina nacionalización (las rebeliones andinas de Tupac
Amaru y de Tupac Katari), como también de sostener la más radical de las
revoluciones anticoloniales y legítimo inicio de los procesos independentistas
de inicios del siglo xix (la revolución negra de Haití en 1804, que promovía
una triple liberación, la del cuerpo del esclavo, la de la nación negra y la
del propio esquema ilustrado de emancipación), una vez consumadas estas
derrotas y en plazos de tiempo que insumen todo el siglo xix, los sectores
sociales más adversos a dichos proyectos ocuparon y ocupan las posiciones de
poder.
La razón histórica (asociación entre razón y liberación) es
subordinada por la razón instrumental (asociación entre razón y dominación),
por ello en la región el cariz que asume la crisis del proyecto de modernidad,
es el de destruir lo que queda de la asociación entre razón y liberación. Pero,
y he ahí uno de los elementos primordiales del argumento de Quijano, la
cuestión no se reduce a una oposición entre razón instrumental y razón
histórica; lo que el sociólogo peruano está registrando es que esta última no
sólo es doblegada en el complejo cultural euro-americano, por haber sido
enarbolada por actores y sujetos sociales paulatinamente debilitados, sino que
ella misma no fue inmune a las seducciones del poder. La racionalidad
liberadora no estuvo incontaminada, su savia fue nutrida, desde el comienzo,
“por las relaciones de poder entre Europa y el resto del mundo” (Quijano, 1991
[1988]: 34). La incursión en la práctica social y en el universo de la cultura
de “otra racionalidad”, pone en crisis la hegemonía euroamericana en la
historia de la modernidad y de la racionalidad. Es eso lo que se puso en juego,
o a lo que condujo la crisis de la modernidad, de la cual aún no se ha salido.
Con la crisis de la modernidad se ha puesto en crisis el discurso crítico que
la modernidad occidental había legado. La teoría crítica de la sociedad, o
materialismo histórico es, pues, también interpelado en esta coyuntura. Por el
tiempo en que Quijano escribe sus ensayos sobre la modernidad, el sociólogo
venezolano Edgardo Lander está formulando lo que en el título de su libro se
anuncia como una “crítica del marxismo realmente existente” (Lander, 1990), en
cuyo capítulo final ya se vislumbra, sin ambages, la estrecha relación entre el
eurocentrismo racionalista universalista y la teoría de Marx. Para Lander, lo
que no es sino expresión de un proceso político, “la expansión colonial e
imperialista mediante la cual se ha extendido sobre el planeta la cultura
industrial de occidente”, se caracteriza por dicha tradición de pensamiento
como un “proceso material inexorable (progreso)”. El despliegue de la relación
social determinada de explotación, dominación y apropiación es caracterizada,
por el propio Marx, en ciertos textos, como contenido civilizatorio del
capital, y por los marxistas posteriores, entre ellos Lenin, como misión
histórica progresista del capitalismo. A esa conclusión está llegando, por su
lado, casi por los mismos años, el sociólogo venezolano. A este gesto de
distanciamiento con relación a una cierta deriva “determinista” del marxismo
tiende regularmente a asociarse una crítica a los enfoques descolonizadores y
ello porque en ocasiones se incurre en un abandono total de lo que de crítico
tiene el pensamiento de Marx, cuando de lo que debiera tratarse es de encarar
una lectura del clásico que lo presente como un aliado en este vuelco
epistemológico.
Mientras la teoría crítica de la sociedad enarbola una
perspectiva de totalidad, el nuevo enfoque que está en ciernes promueve un
desplazamiento de la totalidad hacia la totalización, promueve una
complejización de la totalidad histórica haciendo ingresar en su consideración
su lado ensombrecido, la perspectiva de la alteridad (exterioridad, en Dussel,
diferencia colonial en Mignolo, Colonialidad del poder en Quijano, etc.) Para
ello se parte, en el “artículo fundador del proyecto” según lo llega a
calificar Mignolo, por afirmar que, “la colonialidad es ...aún el modo más
general de dominación en el mundo actual”, codificación ésta que a la teoría
crítica de la sociedad le pasa desapercibida. En el marco del sistema de los
500 años se da una coetaneidad entre colonialidad (en tanto patrón de poder) y racionalidadmodernidad
(en tanto complejo cultural).
Los rastros de esta articulación de la modernidad con la
colonialidad y de cómo este vínculo está siendo destacado por las perspectivas
anti coloniales de nuestra comarca del mundo en cercanía y lejanía con la
tradición de la teoría crítica quedan bien expresados en los siguientes
planteamientos. Ya en el trabajo que comentábamos de Héctor A. Murena existe
una cierta recuperación de lo que por “dialéctica de la ilustración” entiende
la teoría crítica, el ensayista argentino lo expresa del siguiente modo:
“Así se cierra el círculo de hierro de la falsa libertad: por escapar a Dios se cae en manos del hombre, que, como se sabe, a pesar de ser la única criatura que ha alzado su voz para quejarse contra el rigor de la divinidad, suele convertirse en el más sanguinario y cruel de los dioses” (Murena, 2006: 147)
Pero eludiendo este modo de expresión todavía muy abstracto
y haciendo más enérgico, explícito, y claro el grito anti colonial, la forma
más acabada de este alegato nos la brinda le grand poète noir. En el marco del discurso anticolonial de mediados
del siglo xx, elevado a filosofía en la prosa que es poesía y que se prodiga en
la pluma de Aimé Césaire, reclama, más que justificadamente, al hombre
“avanzado”, “civilizado” y “occidental”, al ilustrado europeo,
“al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo xx, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora … y que en el fondo lo que no le perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado a Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora sólo concernían a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África” (Césaire, 2006: 15, subrayado en el original).
Las ontologías de Occidente ven sus límites no por un olvido
del ser, sino por la perniciosa inadvertencia de la situación del colonizado,
por el descuido y omisión de aquellos otros genocidios humanos, de los
genocidios coloniales del otro, los que han sido ubicados (para esos discursos
y desde esas prácticas, moderno-coloniales) en condición ontológica de no-ser,
arrojados, en historias que insumen siglos, por debajo de las franjas de lo
humano. En aquella teoría que se reclama crítica, la falta de consideración de
aquel perverso modo en que “para el colonizado la objetividad siempre va dirigida
contra él” (Fanon, 1999: 60) no se representa una situación de mero descuido.
No es una omisión, es un encubrimiento, puesto que históricamente esos
conglomerados humanos (de los márgenes, de las periferias) son engullidos en la
categoría no de sujetos sino haciendo parte del objeto, de la naturaleza por
dominar y arrastrar al cauce civilizado. Por tal motivo, colonización es igual
a naturalización, porque esos sujetos que pueblan el Sur colonizado son
reducidos a su condición de entes naturales puestos para la dominación, si el
derecho formal no los incluye, menos los cubre el derecho de gentes o
internacional, son colocados en la historia constructiva de la civilización y
hasta el presente en condición de corporalidades vaciadas de derechos, nuda vida, homo sacer, justo como son
puestos en consideración de musulmanes
(Jan Ryn – Klodzinski, 2013) los que son dejados a morir, ya puestos en virtual
condición de in-humanidad, de animalidad incluso, en estatus ontológico de no-ser (Fanon, 2009), aquellos que yacen al
interior de los campos de concentración.
Pero incluso ya este modo de visualizar la situación del
colonizado y la de oponer a dicha situación otra manera (alternativa) de lo
humano, se vislumbra ya en la práctica anticolonial del fines del siglo xix, en
la zona caribeña y afroantillana de América, sea en la crítica a la
antropología racista de un Gobineau, como la que efectúa ese gran pensador
haitiano que fue Anténor Firmin (2013) [1885], y que aquí solo apuntamos, o en
el caso de aquél poderoso texto del gran patriota cubano.
El breve texto de José Martí, publicado el 30 de enero de
1891 en el diario mexicano El partido
liberal, bajo el título “Nuestra América”, es su texto más emblemático y el
que de él más se lee y más se cita. Desde su primera línea pone el punto de
mira en lo que está en juego, el problema de la universalidad y el de la
particularidad: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”. El
argumento de Martí se enclava en la necesidad de apertura en nuestros
horizontes a fin de vencer el provincialismo, lo que exige de entrada el
inicial reconocimiento de que, justamente, la defensa de lo propio (“nuestra
América ... ha de salvarse con sus indios” [Martí, 2005, 32], o dicho con una
mayor claridad y en inmejorable explícito dictado: “Hasta que no se haga andar
al indio no comenzará a andar bien la América” [Martí, 2005, XVI, citado por
Juan Marinello]) corre paralela al reconocimiento de que hay otros
provincialismos que se proyectan global, universalmente (“los gigantes que
llevan siete leguas en las botas y le pueden poner la bota encima”, Martí,
2005, 31) y a los cuales habrá que atender para perseverar, para mantener
nuestra densidad cultural, nuestra viabilidad como comarca del mundo, como
complejo geo-cultural.
El lugar de enunciación desde el cual Martí nos interpela es
el de Nuestra América, la semilla de la América nueva, y con lo cual apunta a
distinguir otra América, la desdeñosa y no abierta a conocer (la del Norte
imperial) a la cual se añade, combina, o articula la que subyace en aquello que
queda de aldea en América, esa América sietemesina (y que al ser funcional a
tal proyecto, heterónomo a lo nuestro, ajeno, es el Sur imperial). La disputa
con el provincialismo, en el caso de Martí, es firme en su defensa de lo
universalizable como convivencia democrática de lo diverso (“hombre es más que
blanco, más que mulato, más que negro”, Martí, 2005, XX), como fermento
cultural que se encamine a encontrar o edificar “la identidad universal del
hombre”. Este conjunto de expresiones documentan su clara referencia a un canon
de interpretación de la cultura y la emancipación social cuyo lugar
privilegiado es la América Latina, pero reclamando de Ariel que se coloque del
lado de Caliban y no más haciéndole segunda a Próspero.
Este desquiciamiento de los límites y apertura hacia nuevos
umbrales que derribarán no sólo muros sino fronteras (también epistemológicas)
y que, metafóricamente, puede ser descrito, como lo hemos tratado de hacer en
otro trabajo, consagrado al tópico de la apertura atlántica, a la manera del
viaje del argonauta que saliendo al Atlántico tropezó con El Caribe y no ha
sido capaz sino de vislumbrar la teoría y la praxis de un “pensamiento
archipielar” (Glissant, 2006: 33) correspondiente a esa apertura geográfica y
mental de una comarca del mundo que no por casualidad, vio concurrir en 1511 a
la orden de dominicos (entre ellos Bartolomé de Las Casas) que presenciaron el
sermón de Antón de Montesinos, pero más importante aún, desde esas tierras se
llegó a edificar la primera república de esclavos en Haití en 1804 y la
revolución cubana de 1959, agredida aquella hasta el punto de su disolución y
resistente esta última a embates que se ensayaron y ensayan en variadas formas
imperiales (preludios, ambos, lo son de un proceso que más temprano que tarde
se extiende por América). Esta larga travesía, repetimos, es la que se ha
puesto a la orden del día en los actuales procesos constituyentes o de
refundación de los Estados que desde tierras andinas irradian al conjunto del
continente americano (Santos, 2010). Si lo utópico apunta a la re-constitución
del sentido histórico de las sociedades (Quijano, 1988), en las realidades
históricas que han sido y permanecen siendo signadas por la colonialidad (como
ha sido el caso de la América Latina toda), el proyecto de liberación social y
nacional se cruza, se entrelaza con el proyecto histórico de re-constitución de
su identidad (no sólo amputado o ensombrecido sino artificialmente yuxtapuesto
por lo colonial, o su sucedáneo, el euro-criollismo bicentenerio) (Coronil,
2002), y parece encontrar, precisamente, en esta comarca del mundo el lugar
privilegiado para construir su despliegue en tanto conformación de identidad de
raíz-diversa (Glissant, 2006) pues en su denso y dilatado tiempo largo vio
cruzar por su geografía esa triple raíz (la de la América de los pueblos
testigos: Mesoamérica, la de los migrantes europeos: Euroamérica, y la de la
criollización a través de la esclavitud: Neoamérica) (Glissant, 2002: 15), esa
condición rizomática de la que aún es tiempo y es dable esperar la construcción
de ese presente-futuro.
Un último comentario se impone a manera de cierre: si al
poscolonialismo lo anima, según lo hemos reseñado en el apartado anterior un
énfasis que desde el ámbito crítico literario del relato hegemónico o
tradicional (desde las élites) se desplaza hacia una tentativa
deconstruccionista que recupere el sentido subalterno de toda esa narrativa, en
el caso de este enfoque, el correspondiente al giro decolonial, pareciera ser
recuperada la gesta anti colonial no sólo para hilvanar un novedoso pensar
filosófico o un punto de quiebre epistemológico, sino la intención de recuperar
en el ámbito histórico-estructural todo lo que no está dicho por aquellos a los
que Aimé Césaire se refería como “la voz de los sin voz”. Es posible mirar un
cierto giro, en el encare decolonial, si bien es cierto que pueda detectarse un
punto de partida en común de ambas genealogías, sus insistencias parecen ser
diferenciales con relación al aspecto que se coloca como el decisorio: lo
identitario, en mira a recuperarlo incluso como entramado nacional, o lo
transfigurador del relato colonial y el modo en que se plasma el registro
(corporal) de lo negro, como proceder explícito de un orden clasificador de las
gentes. En ese aspecto en que prevalece lo distintivo a ambos ejercicios
intelectivos se puede llegar a un escenario (por decirlo de algún modo) en que
sea factible inaugurar una etapa de nuevo y genuino humanismo, el que supera la
zona del no-ser, el abismo, y da lugar a otro proceso humano, no sólo de
entendimiento, reconocimiento e inclusión sino de cambio en las estructuras de
relaciones sociales que materialmente dan soporte a esos códigos de
sometimiento ontológico del otro.
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Notas
[1]Trabajo
elaborado en el marco del proyecto PAPIIT IN400814 “El programa de
investigación modernidad/colonialidad como herencia del pensar latinoamericano
y relevo de sentido en la Teoría Crítica”, del cual su autor es coordinador.
GENEALOGÍAS CRÍTICAS DE LA COLONIALIDAD en AMÉRICA LATINA, ÁFRICA, ORIENTE 298
[3] E. Said, representar al colonizado. Los interlocutores de la antropología” en B. Gonzáles Stephan (comp.), Cultura y tercer mundo 1. Cambios en el saber académico, Caracas, Nueva Sociedad, 1996, pp. 25-26.
Del autor
Doctor en Filosofía Política, por la UAM – Iztapalapa. Investigador Titular B, Definitivo, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades. Ha sido profesor en las facultades de Economía, Ciencias Políticas y Sociales y Filosofía y Letras, de la UNAM. Su obra Asedios a la totalidad. Poder y política en la modernidad, desde un encare de-colonial (Barcelona, Anthropos – CEIICH – UNAM, 2012, 354 pp.), obtuvo Mención Honorífica en la 8va edición del Premio Libertador al Pensamiento Crítico 2012, y obtuvo el Premio Frantz Fanon 2015 al trabajo destacado en pensamiento caribeño (The Frantz Fanon Award for Outstanding Book in Caribbean Thought) de la Asociación Filosófica del Caribe. Sus más recientes libros son Modernidad, crisis y crítica (Buenos Aires, La Cebra – Palinodia, 2014) y Universidad, conocimiento y complejidad. Aproximaciones desde un pensar crítico (La paz, cides – umsa, 2014). Se desempeña actualmente como Secretario Académico del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la UNAM.
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