Galería de filósofos |
¿Dónde está la gran filosofía?
Javier Gomá Lanzón*
La filosofía ha desertado de su misión de proponer un relato
totalizador a la sociedad.
Este artículo no es un artículo sino un
telegrama que mando a los lectores. No caeré en la tentación de agotar el
limitado espacio disponible con nombres de filósofos y títulos de libros.
Citaré sólo unos pocos para ilustrar la tesis principal. Y no mencionaré a los
españoles porque a todos me los encuentro en el ascensor. Y no porque hubiera
decir de ellos cosas poco amables. Todo lo contrario: es una desconcertante
paradoja que la ausencia de gran filosofía coincida en el tiempo con la
generación de profesores de filosofía más competente, culta y cosmopolita que
ha existido nunca, al menos en España, y yo ante ellos, de los que tanto he
aprendido, me descubro con admiración. En todo caso temería encontrarme en el
ascensor sólo a los no citados.
1 La misión
de la filosofía desde sus orígenes ha sido proponer un ideal. La gran filosofía
es ciencia del ideal: ideal de conocimiento exacto de la realidad, de sociedad
justa, de belleza, de individuo.
En lo que se refiere ahora sólo al ideal
humano (paideia), un repaso histórico urgente
empezaría por Platón, que encontró en su maestro, Sócrates, la personificación
de la virtud; Aristóteles introduce el hombre prudente; Epicuro, el sabio
feliz; Agustín, el santo cristiano; Kant, el hombre autónomo; Nietzsche,
el superhombre; Heidegger, el Dasein
originario o propio… Un ideal muestra una perfección
que, por la propia excelencia de un deber-ser hecho en él evidente, ilumina la
experiencia individual, señala una dirección y moviliza fuerzas latentes. Los
filósofos citados, y otros que podrían traerse, son pensadores del ideal y
justamente eso hace grande su pensamiento y la lectura de sus textos
perdurablemente fecunda. Esta observación enlaza con el segundo de los aspectos
de la gran filosofía que deseo destacar.
La filosofía se asemeja a la ciencia en que,
como ésta, su instrumento de trabajo son los conceptos. Pero los conceptos de
las ciencias empíricas son verificados en los laboratorios o los experimentos.
En cambio, nadie ha verificado nunca las proposiciones filosóficas de Platón.
Si volvemos a Platón una y otra vez no se debe a que la verdad de su filosofía
haya sido validada empíricamente sino a que su lectura sigue siendo de algún
modo significativa. En esto la filosofía se hermana con la literatura, no con
la ciencia: dado que la prueba explícita le está negada, el filósofo produce
textos que han de convencer, de persuadir, de seducir, y en este punto en nada
esencial se diferencia del literato que usa con habilidad los recursos
retóricos para mover al lector y captar su asentimiento. De ahí que, en la
abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del ideal en
cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a la forma.
El filósofo es sobre todo, como el novelista, el creador de un lenguaje y el
administrador de unas cuantas metáforas eficaces con las que manufactura un
relato veraz —aunque inverificable— para el lector.
Esta función retórica de la filosofía es algo
que, por desgracia, ha ido echando al olvido la filosofía contemporánea acaso
por el vano achaque de querer parecerse a la ciencia. Los dos últimos libros de
filosofía realmente influyentes, Teoría
de la justicia de John Rawls (1971) y Teoría
de la acción comunicativa de Jürgen Habermas
(1981), son ambos piezas literariamente muy negligentes, áridas, técnicas,
secas y demasiado prolijas, que reclaman un lector especializado y muy paciente
dispuesto a acompañar al autor en todos los tediosos meandros intermedios que
preceden a las conclusiones, ciertamente susceptibles de ser presentadas con
mayor claridad, brevedad y atractivo. Lejos quedan los tiempos en que los
filósofos —Russell, Sartre— merecían el premio Nobel de Literatura.
2 Un genuino
ideal aspira a ser una oferta de sentido unitaria, intemporal, universal y
normativa. Ha de componer una síntesis feliz a partir de muchos elementos
heterogéneos y aun contrapuestos. Además, debería estar dotado de
intemporalidad y universalidad porque, aunque nacido en un contexto histórico
concreto, siempre pretende tener validez para todos los casos y todos los
momentos, por mucho que inevitablemente de facto quede
relativizado por otros posteriores de signo opuesto. Por último, el ideal no
describe la realidad tal como es —ése es el cometido de las ciencias— sino como
debería ser y señala un objetivo moral elevado a los ciudadanos que reconocen
en esa perfección algo de una naturaleza que es ya la suya pero a la vez más
hermosa y más noble, como una versión superior de lo humano que despierta en
quien la contempla un deseo natural de emulación. Que la realidad ignore la
realización efectiva de un ideal en cuestión no desmiente la excelencia de éste
sino sólo su falta de éxito histórico-social por razones que pueden ser
circunstanciales.
La tesis aquí defendida dice que, en los
últimos treinta años, la filosofía contemporánea ha desertado de su misión de
proponer un ideal a la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la época
democrática de la cultura. La institución que durante varios siglos había sido
la casa de la gran filosofía, la universidad, se ha quedado sin iniciativa en
estos tres últimos decenios. La esplendorosa universidad alemana, otrora a la
vanguardia del pensamiento europeo y fuente incesante de nuevos sistemas
filosóficos, ha dado muestras preocupantes de pérdida de creatividad. La
vitalidad de la filosofía académica francesa o italiana se ha apagado y ha sido
sustituida por ensayos de entretenimiento, cultivados por esos mismos
académicos doblados de divulgadores o por periodistas y profesionales que
escriben sobre temas de actualidad económica, política, social, moral o
sentimental, oportunamente confeccionados para complacer la curiosidad de un
público mayoritario, no versado, en una alianza consumada hace poco entre el
ensayo generalista y la industria editorial, dispuesta a explotar a escala
global la demanda de un mercado de lectores potencialmente amplio. En esto,
como en otras cosas relacionadas con la mercantilización de la cultura, la
industria editorial de Estados Unidos ha sido pionera y extraordinariamente
potente; allí es aún más marcada que en Europa la separación entre la sociedad
y la universidad, la cual, replegada en su campus, propende al especialismo
extremo. Por lo que a la filosofía se refiere, la academia norteamericana
estuvo tradicionalmente dominada por la escuela del pragmatismo heredero de
William James, por el positivismo analítico después y en el último cuarto de
siglo —en un giro que denunció Allan Bloom en su resonante The
Closing of American Mind (1987)— por el posestructuralismo y los cultural
studies, alérgicos de suyo a la gran teoría
humanista, integradora y universal que, entre unos y otros, permanece hoy sin
dueño.
3 En ausencia
de gran filosofía, lo que con el nombre de filosofía encontramos en estos
últimos treinta años se compone de una variedad de formas menores que serían
estimables y aun encomiables si acompañaran a la forma mayor pero que, sin el
marco comprensivo general que sólo ésta suministra, acusan la insuficiencia de
dicha orfandad teórica.
La primera de estas formas se hallaría
representada por la filosofía que hoy se practica mayoritariamente en la
universidad, donde la filosofía se permuta por historia de la filosofía. Una
filosofía indirecta, mediada por una tradición filosófica reverenciada y al
mismo tiempo puesta del revés. Richard Rorty, Charles Taylor o Hans
Blumenberg, tan distintos entre sí, representan la mejor versión de este modo
vicario de filosofar. Es filosofía, incluso buena filosofía, pero no gran
filosofía porque carece de intención propositiva, abarcadora y normativa, de
una imagen del mundo completa y unitaria. En el ámbito académico se aprecia una
resistencia, casi una negación de legitimidad, a enfrentarse a la objetividad
del mundo directa y autónomamente, como hicieron los clásicos del pensamiento,
sino sólo, precisamente, a través de una reinterpretación de esos mismos
clásicos. Pensar es haber pensado. Todo está ya escrito, nada realmente nuevo
cabe decir. No se trata ya de hablar de la vida, sino sólo de libros que
hablaron de la vida: Marx, Nietzsche, Freud o Walter Benjamin.
Esta aproximación revisionista se torna
programa en el “posestructuralismo”: la deconstrucción de Derrida, las
arqueologías de Foucault, los retornos de Deleuze a Spinoza, Nietzsche o
Bergson, o esa revolución poética que para Kristeva rompe la aparente unidad
del pensamiento, entre otros nombres posibles, abrieron camino para una
multitud de posteriores hermenéuticas del pasado que hoy llenan los anaqueles
de las bibliotecas universitarias —tanto como escasean en las bibliotecas de
las casas particulares, en parte porque parecen escritas en “gíglico”, el
lenguaje inventado por Cortázar para Rayuela— y cuya originalidad reside en la constante revisión de la tradición
filosófica desde el punto de vista de la lingüística, el psicoanálisis, el
lacanismo, el marxismo, la crítica literaria, el feminismo o el
poscolonialismo. Un exponente de este método híbrido, animado con ingredientes
histriónicos que le han granjeado el buscado éxito mediático, sería la obra de Slavoj
Zizek. Sin desdeñar esos mismos ingredientes, pero con mayor aliento
filosófico, cabría emplazar aquí la abundante bibliografía de Peter
Sloterdijk.
Cercana a esta forma de filosofía y a veces
indistinguible de ella estaría esa literatura, hoy todo un género, que
pronuncia una solemne sentencia condenatoria contra la modernidad en su
conjunto. Como es evidente que la sociedad democrática, al menos en el último
medio siglo, ha proporcionado dignidad y prosperidad al ciudadano sin parangón
con tiempos anteriores, la actual filosofía hermenéutica heredera de
Nietzsche-Heidegger, por un lado, o aquella de raíz marxista en la estela de
Dialéctica de la Ilustración de Adorno-Horkheimer, Marcuse y la Escuela de
Frankfurt, por otro, creen adivinar unos fundamentos ideológicos ocultos que
estarían alienando taimadamente al ciudadano sin que éste lo supiera y, contra
todas las apariencias, restituyéndolo a la antigua condición de súbdito. El
Holocausto judío es traído al centro de la meditación filosófica como prueba
del fracaso definitivo del proyecto moderno y hay quien como Giorgio Agamben
—en su trilogía Homo
sacer— se atreve incluso a proponer el campo de
concentración nazi como paradigma del espíritu de las democracias
contemporáneas. En el delta de esta impugnación total de la modernidad
desembocan por igual, afluentes procedentes de la derecha y la izquierda,
hermeneutas como Gianni Vattimo, fundador del “pensamiento débil”, y críticos
posmarxistas de las ideologías como Antonio Negri, autor (con M. Hardt) de Imperio (2000). No
raramente, la crítica a la modernidad adopta la modalidad de denuncia de un
sistema capitalista que convertiría al ciudadano en consumidor enajenado,
mayormente por culpa de las multinacionales, cuyas estrategias de dominación
analiza Naomi Klein en No
logo (2000). Escritos antisistema del prestigioso lingüista Noam
Chomsky alimentan de contenido panfletos y libelos producidos por activistas y
movimientos antiglobalización, algunos de gran difusión.
A falta de un marco general, la filosofía echa
mano ahora de esos socorridos “análisis de tendencias culturales” que nos
explican no cómo debemos ser (ideal) sino cómo somos, las más de las veces
expresado con un matiz reprobatorio: somos una sociedad-líquida (Zygmunt Bauman)
o una sociedad-riesgo (Ulrich Beck). Por la misma razón, la filosofía ha
experimentado recientemente un “giro aplicado”, uno de cuyos iniciadores fue el
filósofo animalista Peter Singer. Ese giro supone el esfuerzo por determinar unas reglas
éticas para sectores específicos de la realidad como el mercado (ética de la
empresa), el cuerpo (bioética), el cerebro (neuroética), los límites de la
ciencia y la tecnología, los animales o la naturaleza. En los últimos años la
filosofía práctica ha disfrutado de mucha más atención general que la
hermenéutica heredera de Gadamer y ha suscitado amplios debates entre los que
destaca la contestación al liberalismo por el comunitarismo de las costumbres
(Sandel, MacIntyre) y por el republicanismo de la virtud (Pocock, Pettit). Uno
de los principales continuadores de Habermas ha sido Axel Honneth y su La lucha
por el reconocimiento (1992); también a Rawls le han
salido muchas secuelas, siendo una de las últimas el “enfoque de las
capacidades” desarrollado por la polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo ha
contribuido a los estudios feministas y posfeministas que filósofas como Nancy
Fraser, Seyla Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez.
El vacío dejado por la gran filosofía y por
sus propuestas de sentido para la experiencia individual es llenado ahora por
ensayos de corte existencialista de un estilo muy francés: Luc Ferry, Lipovetsky,Finkielkraut, Onfray, Comte-Sponville.
En una línea cercana, pero degradada, reclaman la atención de los lectores
usurpando a veces el nombre de filosofía títulos de sabiduría oriental, libros
de autoayuda que recomiendan positividad para superar las adversidades y
recetarios voluntaristas emanados por las escuelas de negocio.
4 La tesis
era que en estos últimos treinta años no ha habido gran filosofía por la
deserción de su misión histórica consistente en proponer un ideal. Varios
factores culturales parecen haber conspirado para causar este resultado
deficitario.
Los crímenes contra la humanidad perpetrados
por los totalitarismos se han cometido con harta frecuencia en nombre de una
utopía, como señaló con énfasis Karl Popper en La
sociedad abierta y sus enemigos, lo cual ha inoculado al hombre actual esa insuperable
alergia hacia lo utópico que destila Günther Anders en La
obsolescencia del hombre. Por otro lado, la condición
posmoderna sospecha de los llamados grands récits que se
quieren unitarios (Lyotard), siendo el ideal filosófico indudablemente uno de
esos desautorizados grandes relatos, de manera que el prefijo “pos” que
caracteriza el presente (posmoderno, posestructuralista, poshistórico,
posnacional, posindustrial) incluye también una posteridad al ideal y su
resignada renuncia sería el precio exigido por ser libres e inteligentes. Por
último, se insiste en que la complejidad de las democracias avanzadas de
carácter multicultural no se deja compendiar en un solo modelo humano, a lo que
se añade que, por su parte, las ciencias se han especializado tanto que resulta
iluso cualquier intento de síntesis unitaria. Los títulos de tres celebrados
libros de Daniel Bell conformarían otros tantos eslóganes de la imposibilidad
del ideal en el estado actual de la cultura: El fin de
las ideologías, El
advenimiento de la sociedad post-industrial y Las
contradicciones culturales del capitalismo.
La consciencia nos hace libres e inteligentes,
pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su resignación suele recibir el
aplauso general. ¡Qué lúcido!, se dice de ese pesimista satisfecho, como si su
fatalismo fuera la última palabra sobre el asunto, merecedor de ese ¡archivado!
con que Mynheer Peperkorn zanja las discusiones en La
montaña mágica de Thomas
Mann. Pero el propio Mann en su relato favorito, Tonio
Kröger, alerta sobre los peligros de ese exceso de lucidez que conduce a las
“náuseas del conocimiento”, como las que estragan el gusto de esos espíritus
delicados que saben tanto de ópera que nunca disfrutan de una función, por
buena que sea, porque siempre la encuentran detestable. La hipercrítica es
paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas
creadoras que nos elevan a lo mejor. Sólo el ideal promueve el progreso moral
colectivo; sin él estamos condenados a conformarnos con el orden establecido.
Preservar en la vida una cierta ingenuidad es lección de sabiduría porque
permite sentir el ideal aun antes de definirlo.
Si, tras este hiato de treinta años, la
filosofía quiere recuperarse como gran filosofía, debe hallar el modo de
proponer un ideal cívico para el hombre democrático… y hacerlo además con buen
estilo.
* Javier Gomá Lanzón. Filosofo español, acaba de publicar: Necesario pero imposible. Taurus, 2013.
296 páginas. 20 euros. Electrónico: 9,99.
Tomado de El País, consultado: 16/03/2013.
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