Escribe: Julio Carmona
A unos más que a
otros, en este archipiélago de opiniones que es la América Latina, ha conmovido
la noticia sobre la desaparición física de Gabriel García Márquez —aunque no
era inesperada: por los últimos informes médicos de su delicada salud—. Ha sido
una noticia que generó como reacción en cadena un sinnúmero de textos de toda
índole, la mayoría de ellos laudatorios —y bien merecidos— para nuestro afamado
poeta (no hay que mezquinarle el título, y al hacerlo estoy obviando los textos
reprobatorios). Visto así el panorama, sería redundante referirme aquí a sus
méritos personales y artísticos.
Pero en tanto nuestra
revista no puede omitir el hecho, dada la calidad humanística y en gran medida
socialista de tan insigne representante intelectual de Nuestra América, creo
pertinente (y hasta productivo) desarrollar un tema que no he visto que haya
sido tratado por otros comentaristas de su obra: ¿cuál era el nivel de
importancia que Gabriel García Márquez le asignaba a la literatura? Y es una
respuesta que se puede encontrar en muchos de sus escritos. Y es de ahí,
obviamente, de donde pienso extraer uno de esos indicios de respuesta a una
visión garcíamarqueana de la literatura. Pero adelanto que es una visión
contradictoria, mas no porque se niegue a sí misma, sino por su carácter
dialéctico, de unidad de contrarios.
Se trata de ubicarse
en uno de los múltiples asuntos que se desarrollan en el Macondo de Cien años
de soledad. Aquel que involucra al grupo de adolescentes que acompañan a un
Gabriel que los críticos han propuesto como representante del autor (por varios
indicios que este da relacionados con otros de su biografía). Es un grupo de
amigos que suele visitar al sabio y viejo librero Catalán. Se sabe de este casi
al final de la novela, cuando el último Aureliano —Aureliano Babilonia—
conversa con el fantasma de Melquíades y éste le indica cómo debe hacer para
leer su manuscrito: aprender el sánscrito, y le precisa que el libro que ha de
enseñarle ese idioma se encuentra en la librería del sabio catalán. Y es este
—prototipo del «escritor puro», en el mejor sentido de la expresión, que:
«Estuvo media vida en la calurosa trastienda, garrapateando su escritura
preciosista en tinta violeta y en hojas que arrancaba de cuadernos escolares,
sin que nadie supiera a ciencia cierta qué era lo que escribía»—, fue él —digo—
quien les transmite a los cuatro amigos y a Aureliano Babilonia la primera
definición de literatura que interesa para mi propósito, y será pensada por
Aureliano Babilonia. Dice el narrador: «No se le había ocurrido pensar hasta
entonces que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para
burlarse de la gente (…). Había de transcurrir algún tiempo antes de que
Aureliano se diera cuenta de que tanta arbitrariedad tenía origen en el ejemplo
del sabio catalán, para quien la sabiduría no valía la pena si no era posible
servirse de ella para inventar una manera nueva de preparar los garbanzos.»
Y ya en ese
convencimiento está el germen de lo que es la literatura para estos personajes
(y para su alter ego, Gabriel García Márquez): que es arbitraria y, por ello,
con tendencia a lo irreal, lo cual contradice al espíritu del hombre
utilitario, quien no se da cuenta que en esa arbitrariedad se encierra algo
importantísimo: seguir preservando la vida, buscándole la novedad, la
maravilla, que es su alimento para mantenerse invicta, es decir, para seguir
siendo vida. Esta es una interpretación de aquella «manera nueva de preparar
garbanzos»; asumirla de manera literal es quedarse en el callejón sin salida
del hombre utilitario, aquel que se encorajina con el hijo que lee poesía y le
pronostica el peor de los futuros: «morirse de hambre».
Y esa doble faz de la
literatura de insignificancia/trascendencia, se verá graficada con la acción ya
definitiva del sabio catalán. De él se dice que «Su fervor por la palabra
escrita era una urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera. Ni sus
manuscritos estaban a salvo de esa dualidad.» Y se refiere que uno de los
cuatro amigos de Aureliano Babilonia: «Habiendo aprendido el catalán para
traducirlos, Alfonso se metió un rollo de páginas en los bolsillos, que siempre
tenía llenos de recortes de periódicos y manuales de oficios raros, y una noche
los perdió en la casa de las muchachitas que se acostaban por hambre. Cuando el
abuelo sabio se enteró, en vez de hacerle el escándalo temido comentó muerto de
risa que aquel era el destino natural de la literatura»; es decir: perderse en
el burdel es el destino de la literatura; pero «el burdel» como símbolo de la
vida. No en vano el maestro de Gabo (así reconocido por él en su discurso del
premio Nobel) William Faulkner decía que el lugar ideal para escribir es el
burdel: con un silencio sepulcral en el día y una explosión de vivencias
infinitas en la noche. Y ese hecho de que la literatura se pierda en el burdel
—es decir: en la vida— equivale a decir que el poeta no se va a desesperar
porque su verso sea recordado por otros, sin que figure su nombre, pues eso es
solo una muestra de que ha logrado enriquecer la vida, regalándoles a los seres
humanos una «manera nueva de preparar garbanzos».
Pero la anécdota se
completa con la reacción opuesta a aquella rijosa del burdel. Leemos: «En
cambio, no hubo poder humano capaz de persuadirlo de que no se llevara los tres
cajones cuando regresó a su aldea natal, y se soltó en improperios cartagineses
contra los inspectores del ferrocarril que trataban de mandarlos como carga,
hasta que consiguió quedarse con ellos en el vagón de pasajeros. “El mundo
habrá acabado de joderse —dijo entonces— el día en que los hombres viajen en
primera clase y la literatura en el vagón de carga”.»
Lo dicho: esa
«urdimbre de respeto solemne e irreverencia comadrera», se puede graficar con
las dos caras de Jano, el dios de los romanos, para simbolizar que a la
literatura no hay que creerle que el personaje de Kafka se pueda dar en la
realidad, tal como él lo describe; pero sin mezquinarle importancia —y eso
significa creerle—: que esa imagen representa al hombre enajenado de su
humanidad; convertido en algo no-humano, en un insecto (ya sea una cucaracha o
un escarabajo), aquel ser humano que se ve obligado a buscar su alimento en la
basura.
Y no hay que creerle
mucho a la literatura porque también, subliminalmente, puede estar pretendiendo
manipular las conciencias, insinuando, por ejemplo, que «toda violencia es
mala» —como lo hace Mario Vargas Llosa en su, formalmente buena novela, La
guerra del fin del mundo. Cuando —desde la dialéctica— se sabe que la violencia
también tiene dos caras: la violencia que aniquila a los seres humanos
convirtiéndolos en esclavos del capital, enajenándolos de su ser humano,
negándoles su calidad de sujetos, degradándolos al nivel de cosas, de objetos;
y el lado opuesto de esa «violencia»: la que esos seres humanos asumen, en una
huelga, en una marcha, en la lucha definitiva contra ese sistema criminal.
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