Escribe: Jorge Rendón Vásquez
Cuando ingresé a la Secundaria, en el Colegio
Nacional de la Independencia, en la Arequipa de 1944, José Carlos Mariátegui era
ya un mito. Unas semanas después, el hermano menor de mi madre, un estudiante
de derecho fascinado por alguna musa de la poesía épica, me permitió tomar de
su biblioteca el libro “Siete Ensayos de Interpretación de la Realidad
Peruana”.
Mientras me deslizaba por sus páginas de prosa
limpia y elocuente pude vislumbrar, entonces, más intuitiva que racionalmente,
la sustancia de la que estábamos hechos los habitantes de la Calle Nueva donde
yo vivía: obreros, artesanos, empleados, ínfimos comerciantes y policías, casi
todos mestizos; mujeres que iban al Mercado de San Camilo a abastecerse; y
niños y jóvenes que asistían a las escuelas públicas, al Colegio de la Independencia
y, uno que otro, a la universidad.
Muchos años después quise saber cómo habían
sido los primeros años de José Carlos Mariátegui a quien mis amigos y yo veíamos
como un maestro joven, de mirada inteligente y afable, y presto a responder nuestras
preguntas con una erudición nada presuntuosa. Nadie pudo darme esta información
hasta que 1975 apareció el primer tomo de su biografía (“La creación heroica de
José Carlos Mariátegui”, Lima, Editorial Arica) debida a la acuciosa y exacta
pluma de Guillermo Rouillón, otro amigo que trabajaba en la Biblioteca de la
Universidad de San Marcos.
José Carlos Mariátegui La Chira nació el 14 de
junio de 1894 (hace ciento veinte años). Su infancia fue por demás mísera, penosa
y angustiante. Y, sin embargo, su genio precoz la convirtió en un paseo
maravilloso de la imaginación.
A los veintidós años, Amalia La Chira
Ballejos, su madre, hija de un talabartero piurano avecindado en Sayán, fue
enamorada por su padre, Francisco Javier Mariátegui y Requejo, sobrino de
Foción Mariátegui y Palacio, cuya esposa era propietaria de la hacienda Andahuasi,
productora de azúcar, adonde Francisco Javier había ido a trabajar como
empleado de confianza. Embarazada Amalia, Francisco Javier se desentendió de su
responsabilidad. Pasó el tiempo y nació una niña que murió poco después. En su
lecho de agonía, el padre de Amalia le llamó la atención, y Francisco Javier tuvo
que casarse con Amalia el 1 de mayo de 1882. Se equivocó, no obstante, al
consignar sus datos personales. Dijo llamarse Francisco Eduardo, tener
veinticuatro años cuando ya tenía treinta y tres, ser hijo de Rosa Zapata y
haber nacido en Macao. Dos meses después nació un hijo que murió, y luego una hija
que también murió. En 1883, Francisco Javier abandonó el hogar conyugal para irse
a la provincia de Santa, según dijo, dejando embarazada a Amalia. El niño
concebido murió unos meses después. Siguió una reconciliación fugaz de
Francisco Javier y Amalia, de la cual nació la niña Guillermina el 29 de
diciembre de 1885. Francisco Javier se ausentó de nuevo hasta 1893, cuando
Amalia vivía en Huacho, ayudando a su hermano Juan La Chira en la talabartería
de éste y trabajando como costurera. De esta nueva reunión, Amalia resultó embarazada.
Comprendiendo su difícil situación, una joven, amiga y clienta, de apellido
Chocano, la convenció para que la acompañara a Moquegua.
Lima 1904. José Carlos Mariategui con su hermano Julio César. |
Después de esto, Francisco Javier se iba de la
casa y volvía, hasta que un día desapareció para siempre. José Carlos no lo
conoció, y nunca le debió ni un pan, ni una caricia, ni una palabra.
El de trabajadora del hogar. Es de suponer que
la comida de la casa debía de ser en extremo magra, y sus consecuencias fueron desastrosas
para José Carlos. Cuando tuvo seis años, su debilidad lo postró y Amalia viajó
a Huacho con sus tres hijos, donde podía contar con el auxilio de su hermano
Juan. Allí puso a José Carlos en la escuela, en la que sólo pudo estar el
primero y segundo de primaria. Cuando comenzaba el tercero, un niño apellidado Marcenaro
le propinó un golpe en la rodilla, causándole una herida Amalia continuó
alternando su trabajo de costurera con de la cual no pudieron curarlo y que dio
lugar al traslado de Amalia y sus hijos a Lima. Gracias a la amistad de una
clienta, José Carlos fue internado en la Clínica Maison de Santé en la que
estuvo internado tres meses y medio. El diagnóstico fue tuberculosis ósea.
Lo operaron, dejándole como secuela una cojera
permanente. Devuelto a su casa, permaneció dos años sin poder moverse. Amalia
vivía en ese momento en dos habitaciones de una vieja casa situada en lo que es
ahora la quinta cuadra del jirón Moquegua.
José Carlos ya no retornó a la escuela. Pero
no se resignó a la inercia intelectual. Leía todo lo que caía en sus manos: periódicos,
revistas y algunos libros que su padre había dejado en la casa, pertenecientes
a su bisabuelo. Él debía ocuparse del hogar: ir de compras al mercado de la
Aurora, en el jirón Cañete, preparar la comida y asear la casa, mientras su
madre salía a trabajar. La comida seguía siendo escasa, y su debilidad y
delgadez no remitían.
A los catorce años conoció en el barrio al
obrero del diario La Prensa, Juan Manuel Campos, de algo más de veinte años, quien,
advirtiendo su paupérrima situación y aislamiento, le propuso a Amalia llevarlo
a trabajar con él. José Carlos se entusiasmó y Amalia dio su consentimiento.
Escultura homenaje a José Carlos
Mariátegui realizado por el poeta
Julio Carmona. Patio de Letras
Universidad San Marcos, Lima.
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Gonzales Prada le presentó a su hijo Alfredo,
unos tres años mayor que José Carlos, con el que se hicieron amigos en seguida.
Alfredo le abrió la biblioteca de su padre, una de las más completas de Lima en
economía, política y literatura, y el mundo de la lectura se le extendió a José
Carlos como un nuevo y maravilloso país.
Dos años después, José Carlos fue elevado a la
jerarquía de cronista en el diario. Tenía ya dieciséis años. Su talento se expandía.
Leía además en francés, lengua con la que había tomado contacto en la Maison de
Santé con las monjas francesas que lo atendían y con las revistas de modas que
su madre traía de algunas casas en las que trabajaba. Comenzó a escribir poesía
y a firmar sus artículos con el seudónimo Juan Croniqueur que se popularizó,
aunque nadie supiera quién era.
Con su sueldo la situación económica de su
hogar mejoró. Buscó una casa con más comodidades y la halló en la segunda cuadra
del jirón Rufino Torrico, y allí se trasladó con su madre y su hermano menor.
A los diecisiete años, la fisonomía de José
Carlos presentaba las líneas de los La Chira que sus fotografías han
inmortalizado: mirada penetrante que parecía verlo todo y hasta el interior de
las personas, labios delgados, cabellera negra, frente regular, nariz afilada y
perfil de contorno delicado. Vestía trajes oscuros, camisa y corbata de lazo. Se había convertido en uno de los
intelectuales más destacados del Perú y en un escritor de prosa elegante,
profunda y bien fundamentada.
De la influencia de las luchas obreras sobre
José Carlos en la década del diez ha dado cuenta César Lévano en su artículo “Mariátegui
o la estrategia de masas”, publicado en el libro “7 ensayos: cincuenta años en
la historia” (Lima, Biblioteca Amauta, 1981). La revolución rusa de octubre de
1917 fue para él como un relámpago en el claroscuro de la historia y le mostró
el camino hacia el socialismo.
Su doctorado de autodidacta lo hizo en los
tres años y medio que vivió en Europa a partir de noviembre de 1919. No perdió
ni un día, leyendo, investigando, entrevistando, observando la realidad que
tenía ante sí y escribiendo. Había partido de Lima como un literato. Volvía
para realizarse como uno de los más grandes ideólogos de América Latina.
La
vocación revolucionaria de José Carlos Mariátegui La Chira, su excepcional
visión de la realidad social, su propósito de contribuir a la creación del
socialismo en nuestro país, su acción teórica y práctica por los trabajadores
resultan de la confluencia de su infancia y su juventud, de su talento
extraordinario y de su pertinaz dedicación a la lectura, el estudio y la
escritura.
Fue un trabajador, hijo de una trabajadora,
tal vez como usted.
(12/6/2014)
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