ALBERTO MANGUEL 17 ENE 2015 - 00:02 CET
Tomado de El País.
Homero,
Mahoma, Sócrates, Quevedo o Swift defendieron la risa ante la incongruencia. La
sátira es parte de la literatura. Aunque a menudo cueste la censura, la prisión
o la muerte
i el primer sonido
pronunciado en el mundo fue (según san Juan) el verbo, el segundo debió haber
sido una carcajada. Tan ridículo, tan arrogante, tan absurdo es el
comportamiento humano, que el inteligente Dios de Juan debió haber estallado en
risotadas al ver las estupideces de las que sus criaturas eran capaces. Homero
dijo que el monte Olimpo resonaba con las carcajadas de los dioses, y el
segundo salmo nos avisa que Dios se reirá en lo alto, burlándose de los necios.
Platón, sin embargo, no juzgaba que la risa fuese cosa seria y rechazaba la
noción de un dios (o un tirano) risueño. Aristóteles, por su parte, definió el
sentido del humor como una reacción natural del ser humano ante el
reconocimiento de una incongruencia. Siglos después, Mahoma alabó la risa y
condenó la falta de humor: "Mantén siempre el corazón ligero, porque
cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".
Desde siempre, o al
menos desde los orígenes de la conciencia humana, nos hemos comportado de
manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo, si no en
nosotros mismos, al menos en nuestros congéneres. Sócrates arguyó que nos
burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el peligro
está en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo ridículo,
como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La conducta
de Sócrates, que él mismo debió juzgar como seria e intachable, fue vista por
ciertos de sus contemporáneos como risible. Aristófanes, por ejemplo, en Las
nubes, se burló de la famosa técnica socrática con agudeza satírica y genio
mordaz. Hablando de la escuela de Sócrates un personaje dice así: "Ahí
habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que nos
rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de qué
manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si se les
paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza está en
esas pocas palabras fatales, hábil y precisamente colocadas.
Aristófanes no fue el
primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas
filosofías. Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan
para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional
regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un mural
egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato
encargado de cuidar a una bandada de gansos, explícita crítica de los gobiernos
venales que el medievo cristiano retomaría en fábulas y poemas satíricos. Tan
feroz pueden ser estas burlas que, según cuenta Plinio el Viejo, quienes eran
objeto de las sátiras del poeta Hipognato de Éfeso en el siglo VI antes de
Cristo, acababan colgándose de un árbol, demasiado avergonzados para seguir
viviendo.
Sátira, esa forma
crítica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano para
referirse a una forma particular de la métrica latina, pero el concepto se
extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la ironía para
criticar una situación o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en
Los viajes de Gulliver, de Jonathan
Swift. Después de que Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del
mundo europeo, el rey pronuncia este juicio inapelable: "La única
conclusión a la que puedo llegar es que la mayoría de vuestros conciudadanos
forman parte de la más perniciosa raza de infame alimaña que la naturaleza
jamás permitió arrastrarse por la superficie de la tierra". La sátira
puede ser intemporal: las palabras del rey se aplican también a nuestro
miserable siglo. La sátira no se limita a la sátira: Doña Perfecta, de Galdós; Casa
desolada, de Dickens; Guignol's Band,
de Céline, pueden ser leídos como sátiras.
Obviamente, la sátira
jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros los
autores que no la hayan practicado en algún momento de su obra. De Luciano a
Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark
Twain y Clarín, de Günter Grass a Doris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha
sido siempre la carcajada de la razón frente a la solemnidad de la locura. En
castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones
swiftianas El informe de Brodie y Utopía de un hombre que está cansado.
Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges publicó una carta abierta en
la que denunciaba la suerte de jóvenes conscriptos enviados al frente por
generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala". Cierto general
ofendido le objetó que él era un general argentino y que él sí había oído
silbar una bala en la batalla. Borges le respondió pidiendo disculpas por el
error que había cometido. "Me he equivocado", dijo. "Hay un
general argentino que alguna vez oyó silbar una bala".
No solo la literatura:
todas las formas de creación artística han utilizado la sátira para sus propios
fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la
insensata crueldad de sus contemporáneos. Las canciones populares, desde los
goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan
sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por supuesto, nos
ofrece obras maestras del género satírico: El
gran dictador, de Chaplin; Play Time,
de Jacques Tati; Dr. Strangelove
[¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú], de Kubrick; ¡Bienvenido, Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos
perfectos del arte de ofender con destreza artística.
Viñeta del palestino Naji al Alí, el dibujante que murió asesinado en Londres en 1987. |
Pero sátira no es
vituperio. El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo
con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de burlarse de lo
ridículo debe ser un impulso artístico. No he leído el nuevo libro de Michel
Houllebecq, Soumission, que imagina
el triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un texto
satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo
en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas
antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son
literatura.
Sin embargo, más
interesante, más curioso que este impulso de burlarse de la necedad ajena es la
sensitividad desmesurada, la furia incontenible, el ultraje sentido ante una
sátira por los detentores de una fe que se define como incólume. Tal
indignación in loco parentis tiene
algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan
sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un
complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es
incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe ser vengada por
guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una
colosal arrogancia. Mejor sería seguir el consejo de Winnie en Los días felices, de Beckett: "¿Qué
mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que acompañando de risitas sus
chistes, sobre todo los peores?".
Sin duda, el Señor del
Universo podría, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos ofensores para
contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante. Cuando, en la
pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a Cyrano de Bergerac
acusándolo de tener una nariz enorme, este le enseña, con la espada y la
palabra, cómo se debe componer una sátira hábil, original y exquisita, pasando
revista, en un largo catálogo en verso, a una multitud de estilos en los cuales
el vizconde, si fuese más diestro, hubiese podido insultarlo mejor: dramático,
amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y así sucesivamente hasta darle a
su ofensor la estocada final. Esta técnica, de desarmar al agresor mejorando su
técnica (es decir, humillándolo al demostrar su poca habilidad satírica), es
pocas veces utilizada por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder
al insulto percibido con la cárcel, el exilio o la guillotina. Esa reacción
siempre resulta en lo contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta
ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado.
Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid, narradas en las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que justifica los apodos de El Justo y El Sabio que sus súbditos le concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino 100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.
Citas selectas
La comedia es, como
hemos dicho, la imitación de personas de calidad moral o síquica inferior, no
en toda clase de vicios, sino de aquellos que caen bajo el dominio de lo
risible, que es una parte solo de lo vicioso. En efecto, lo risible es un
defecto y una fealdad sin dolor ni daño; así por ejemplo, la máscara cómica es
fea y deforme, pero sin expresión de dolor.
Diálogo entre William de Baskerville y el
reverendo Jorge de Burgos (invidente) sobre la Comedia, libro perdido de Aristóteles, del
cual existía un ejemplar en la Biblioteca de la Abadía benecditina, resguardado
y oculto por el bibliotecario invidente.
William: Pero ¿por qué
temes tanto a este discurso sobre la risa? No eliminas la risa eliminando este
libro.
Jorge: No, sin duda.
La risa es la debilidad, la corrupción, la insipidez de nuestra carne. Es la
distracción del campesino, la licencia del borracho. (…)
La risa libera al
aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el
diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable. Pero este libro (La
Comedia de Aristóteles) podría enseñar que liberarse del miedo al diablo es un
acto de sabiduría. Cuando ríe, mientras el vino gorgotea en su garganta, el
aldeano se siente amo, porque ha invertido las relaciones de dominación: pero
este libro podría enseñar a los doctos los artificios ingeniosos, y a partir de
entonces ilustres, con los que legitimar esa inversión. Entonces se
transformaría en operación del intelecto aquello que en el gesto impensado del
aldeano aún, y afortunadamente, es operación del vientre. Que la risa sea
propia del hombre es signo de nuestra limitación como pecadores. ¡Pero cuántas
mentes corruptas como la tuya extraerían de este libro la conclusión extrema,
según la cual la risa sería el fin del hombre! La risa distrae, por algunos
instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo
verdadero nombre es temor de Dios. Y este libro podría saltar la chispa
luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo; y la risa sería
el nuevo arte, ignorado incluso por Prometeo, capaz de aniquilar el miedo. Al
aldeano que ríe, mientras, no le importa morir, pero después, concluida su
licencia, la liturgia vuelve a imponerle, según el designio divino, el miedo a
la muerte. Y de este libro podría surgir la nueva y destructiva aspiración a
destruir a la muerte a través de la emancipación del miedo.
Felipe Guamán Poma de
Ayala, Primer Nueva Crónica y Buen Gobierno [372]
Nuestro cronista
nativo es considerado el primer caricaturista del Perú. Se burla de la
desmedida codicia hispana por oro y plata. Dibuja un supuesto diálogo entre Pedro
de Candía y el Inka Wayna Qhapaq en el Cuzco.
Pregunta por señas el Inka a Candía
que es lo que comía. “Responde el aludido en lengua de español y por señas que
le apuntaba que comía oro y plata”,
- Dice: “Este oro
comemos”.
Sorprendido Wayna
Qhapaq le muestra un recipiente con polvo de oro:
-Kay quritachu mikhunki [¿Es éste el oro que comes?].
En el Tawantinsuyu,
oro y plata no tienen valor alguno, se utilizaba para usos rituales y
ceremoniales, pero la codicia del extraño por metales que consideran de mucho
valor en Occidente muestra el exceso del vicio. La “comida” no son los
productos trabajados en la tierra o en la ganadería de camélidos. ¿Qué clase se
digestión puede haber después de consumir tales metales? La ironía es obvia.
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