Leoncio Bueno Barrantes.
unca soñé recibir un premio como el que me otorga la Casa
de la Literatura Peruana. Entiendo este gesto como un reconocimiento a mi
trayectoria, a una larga vida entregada a la literatura, al sueño de querer ser
escritor a pesar de que nunca dejé de ser un peón, un trabajador de pico y
lampa. Esta es la consagración de una esperanza nunca soñada. La esperanza es
algo subjetivo, más subjetivo que el sueño.
Intentaré resumir mi vida. Nací el 2 de enero de 1920 en un
lugar montañoso de la hacienda La Constancia, en el distrito de Chocope,
antigua provincia de Trujillo que hoy se denomina Ascope. Mi padre se llamó
Wulmar de Leoncio Donasor Bueno Tello, originario de San Marcos, en Cajamarca.
Mi madre era una morena muy saludable que se llamaba Sara Barrantes Matos. Mi
papá era un trabajador golondrino, es decir, venía de vez en cuando a la
hacienda en la época de siembra y cosecha de caña de azúcar. Debido a su
condición de domador de caballos, este golondrino se hizo amigo de mi abuelo,
conoció a mi madre y se la levantó. Entre gallos y medianoche, se fueron a una
zona montaraz, donde se dedicaba a cortar la leña.
Yo nací en esas condiciones. Mi padre no pudo inscribirme,
sino hasta un año y meses después de mi nacimiento. De esto me enteré recién
cuando tenía 66 años y debía hacer los trámites de mi jubilación. Esto me lo
había ocultado mi familia durante toda mi vida. Fui hijo único y al desaparecer
mi padre y alzar vuelo —sabe Dios a qué lejanas latitudes—, fui criado por mis
abuelos, mi madre y mis tías maternas. Aprendí las primeras letras con mi tía
Andrea Barrantes, quien era la sabionda de una familia de nueve hermanos.
Después hice el tercero de primaria y eso es todo. Antes de salir de la
hacienda Casa Grande, ya conocía a los anarquistas y trabajaba como peoncito en
diversos trabajos que había para niños y mujeres, como sembrios, jalada de
higuerillas, desbroce, despeje, etcétera.
Leoncio Bueno a los 17 años. Archivo personal del escritor |
Con estos antecedentes, ustedes se preguntarán cómo es que
me hice escritor. Fue cuando los anarcosindicalistas me dijeron que para
ofrecer discursos, realizar arengas y redactar volantes, tenía que aprender a
escribir y para aprender a escribir, tenía que leer. Así fue que en la casa de
la hacienda Facalá había libros que mi abuela compraba a plazos. Teníamos Las
mil y una noches, Flor de Fango (de Vargas Vila) y un libro de poemas de
Quevedo. Los anarcosindicalistas nos hacían leer obras como Historia Universal
del Proletariado. Veinte siglos de opresión capitalista. Esos eran como los
evangelios de la Santa Anarquía.
Entonces, antes que escritor quise ser orador, un hombre de
arenga. Mi primer contacto con la poesía se produjo cuando un dirigente anarquista
me dijo: “¿Quieres hablar bien? Entonces, tienes que leer mucho y comenzar por
la poesía”. La poesía tiene fuerza e impacto. Los primeros poetas que me
deslumbraron fueron Homero, Bécquer y César Vallejo con Los Heraldos Negros, un
poemario lleno de provincia.
Al cumplir 15 años, le dije a mi mamá que tenía que ir a
Lima porque quería ser escritor; en Casa Grande nunca llegaría a serlo. Ella me
respondió que era demasiado joven y me aconsejó que espere unos años más. Así
fue como me embarqué un 2 de enero de 1939 —el día que cumplí 19 años— y llegué
a Lima cinco días después, cargando mis cuadernos llenos de poemas. Ya me creía
un hombre de letras en condiciones de despegar en el mundo de la literatura.
Lima era una maravilla para mí. Tenía tranvías, todo era
flores, belleza, el río Rímac. Lima era una joya. Una vez instalado, me
recomendaron que presente mis poemas al diario La Prensa. Había que averiguar
primero quién era el director, pero yo era tan audaz y vehemente que me mandé y
fui al periódico para hablar con el director. Cuando este vino y vio mis
escritos a mano me dijo: “A ver, páselos a máquina y tráigalos”. Al final no
regresé.
Luego fui a Radio Nacional, donde César Miró era director, y
recité algunos de mis versos. Al final de la presentación, me aconsejó que
publique mis poemas. Me dio una tarjeta dirigida a Jorge Falcón, quien iba a
sacar la revista llamada Hora del hombre. Fue así que en 1943 aparecieron mis
primeros poemas. En la tarjeta don César Miró le decía a Falcón: “En esos
poemas hay algo”. El resto es historia.
LA VIDA OBRERA Y LA LITERATURA
No crean que después de esto el camino fue
fácil. Necesitaba trabajar y,
aunque quería ser periodista, tuve que volver a
utilizar mis manos de peón. Trabajé como obrero y a punta de pico y lampa,
construimos lo que se llamó el Hospital del Cáncer, ubicado al frente del
Hospital Loayza. Como tenía la firme decisión de ser escritor, recién podía
leer en las noches. Antes de hacer el servicio militar, me coloqué en una
fábrica de tejidos llamada El Progreso. Luego volví a la fábrica y empecé a
militar furiosamente en las lides gremiales.
Caratula Al pie del yunque |
Mis primeros libros de poemas los escribí en la isla penal
El Frontón, luego de haber sido sentenciado a cinco años por instigar contra el
Gobierno del general Odría. No fue la primera vez que estuve tras las rejas,
pues en 1948 estuve en la Cárcel Central de Varones por haber llamado
“sirviente del capitalismo” al entonces presidente Bustamante y Rivero. La
prisión me sirvió para recuperar mi antigua vocación literaria. En esos cuatro
años de encierro me consolaba dedicándome febrilmente a escribir. Al salir en
libertad, gracias a una amnistía, ya tenía mis Cuadernos de un condenado, Al
pie del yunque y otros libritos que publiqué posteriormente.
ENTRE LA PLUMA Y LOS FIERROS
En mi época de militancia comunista, conocí al poeta Manuel
Moreno Jimeno, a quien considero mi maestro. Iba a su casa para que puliera mis
poemas a punta de palos. Recuerdo que me obsequió el libro de Rilke, Cartas a
un joven poeta, y me dijo algo que en ese momento no entendí: “Tienes que
encontrar tu voz”. Gracias a él, conocí a los poetas Jorge Eduardo Eielson,
Javier Sologuren y Sebastián Salazar Bondy. En 1948, con los poetas Rafael
Méndez Dorich y Emilio Adolfo Westphalen formamos el Grupo Obrero Marxista. Ese
mismo año estuve en prisión y mi vínculo se interrumpió. Cuando salí de la
cárcel, el patrón de la fábrica impidió mi regreso y con la indemnización abrí
un taller de baterías en Breña, al que bauticé como El Túngar.
En el taller me visitaban poetas y periodistas. Nos
pasábamos horas conversando de política y literatura. Allí, el 7 de junio de
1956, fundamos el Grupo Intelectual Primero de Mayo junto con Víctor Mazzi,
José Guerra Peñaloza, Eliseo García y Carlos Loayza. Eran tiempos en que se
atendía a las inquietudes de la clase obrera, y nos dimos el gusto de llamarnos
“intelectuales” cuando éramos unos pichones. Me retiré del grupo en 1968 para
dedicarme a la construcción de mi casa en Comas y debido a mi condición de
trotskista, la cual nos hacía víctimas de ataques
“LOS REBUZNOS DE LEONCIO ”
¿Qué clase de poesía hago yo? En realidad no hago poemas
perfectos como Eielson, como Eguren o como los surrealistas. ¿En qué reside lo
que hago? En el punch. Más que en el ego, mi fuerza está en el eros. Me
llamaban “un poeta del tercer mundo”. Siempre decían “es un poeta”, pero había
un calificativo raro a continuación. Cuando, una vez, a Mirko Lauer le
comentaron que iba a salir una antología en la que iba a figurar yo, dijo: “Ah,
Leoncio va a contribuir con sus rebuznos”. Y precisamente en mi libro Pastor de
truenos había un poema al que le puse “Rebuzno propio”, este les gustó mucho a
Carlos Germán Belli y a Arturo Corcuera. “Este poema lo dice todo. Es la
partida de un nuevo lenguaje, de un nuevo acierto personal”, me dijeron. Pensé
que se estaban burlando. Cuando publiqué el libro, Corcuera me reclamó por no
haberle puesto Rebuzno propio. Luego me pidió los originales, los pasó a
máquina y los presentó al Premio Nacional de Poesía con el nombre que propuso.
Obtuvo una mención honrosa en 1973; luego lo presentó al Premio Casa de las
Américas y el libro logró una mención honrosa en 1975.
El arenal y los cerros han signado la vida del poeta tanto en Comas como en la Tablada de Lurín, donde vive actualmente. (Foto: Nancy Dueñas/ Casa de la Literatura Peruana). |
EL PERIODISTA OBRERO Y EL CINE
Vine de mi tierra con ínfulas de periodista. Cuando formé
parte de la FAJ (Federación Aprista Juvenil), sacamos un periódico al que
llamamos Senda. Lo hacíamos a mimeógrafo, así es que allí tuve mis primeras
lecciones de periodismo. En Lima, comencé a hacer mis prácticas en el periódico
del Partido Comunista Democracia y Trabajo. Esto fue en 1943. He sido uno de
los fundadores de la Federación de Periodistas del Perú, y además fui elegido
secretario departamental de prensa y propaganda del Partido Comunista de Lima.
En 1944 fundamos la revista Cara y Sello con Méndez Dorich y
Westphalen. Éramos la parte obrera que trataba los asuntos sociales y
sindicales. En 1946 sacamos el semanario Revolución, del cual yo era director.
Leoncio Bueno en el taller Túngar, década del 70. (Archivo personal del autor) |
Entre 1971 y 1974 colaboré en la revista Vistazo y en el
diario Expreso. A partir de ese año, Guillermo Thorndike me llevó a la revista
Oiga, donde el jefe de redacción, el gran Alfonso Reyes Muñante me dijo: “Qué
lástima que trabajes en Expreso, porque te daría aquí un puesto de planta”. Le
respondí que solamente era colaborador y que podía aceptar su propuesta. Y me
quedé hasta fin de año, cuando la revista fue clausurada por Velasco. En 1975
fundamos la revista Marka con Jorge Flores Lama y Eduardo Ferrand. También fue
clausurada. Participé en pequeñas revistas hasta 1980, cuando fundamos El
Diario de Marka. Luego pasé a los diarios El Nacional, La República y El
Popular, de donde me retiré en 1988.
También hice cine. En 1981 formé parte del elenco de la
película Fitzcarraldo, del cineasta alemán Werner Herzog. Hice de carcelero y
actué junto con Claudia Cardinale y Klaus Kinski. En 1984, con Rodolfo Pereira hicimos Memorias
de un chofer de taxi, una serie de cortometrajes sobre un taxista lechucero.
MIS DÍAS EN TABLADA DE LURÍN
Desde hace 36 años vivo en Tablada de Lurín junto con mi
esposa, Blanca Rojas. Trato de hacer este lugar agradable con flores y árboles.
Tengo 10 hijos, 8 nietos y 3 bisnietos. Algunos viven en Europa, otros en Lima.
En mi trabajo intelectual, me ayuda mi hija Gladys, quien es muy inteligente e
ingeniosa. Ella es mi secretaria, se encarga de transcribir mis trabajos
literarios y me apoya en la elaboración artesanal de mis libros.
Tengo mucho material manuscrito. Llevo un diario de mis
sentimientos y de mis pensamientos. Escribo todos los días. Escucho los
noticieros radiales desde las seis de la mañana, que es la hora en que estoy
despierto. En las tardes, escribo y escucho música criolla y del recuerdo. Por
la noche, veo los noticieros y con mi esposa vemos películas y series hasta las
doce de la noche, hora en que leo hasta que me da sueño. No es raro que me
despierte en la madrugada, duermo poco a veces. Entonces, agarro mis cuadernos
y escribo. También escucho música clásica en radio Filarmonía y veo los
programas culturales en Canal 7.
LA FUERZA DE LA POESÍA
Mi poesía revela lo que soy. Soy un hombre de tercer mundo.
Soy un hombre que trata de exponer su cólera, su inconformidad con el mundo, su
civilización y su propia especie, que destruye no solo para sobrevivir, sino
para ejercer la dominación y el enriquecimiento desmesurado de una minoría
impuesta.
Debo confesar que no me siento poeta. Ser poeta es una
metáfora que han creado los griegos. Solo diez años después de que estés muerto
se sabrá si en realidad eres poeta. Si después de esos años se acuerdan de ti,
te lloran y te recitan, entonces, sí eres poeta. Cuando me dicen “poeta” me
siento vivo, siento que aún no me he muerto. Sé que falta poco para eso y
aunque no sabré si después de diez años de dejar este mundo me leerán, confío
en que siquiera uno de mis poemas será recitado. Este premio que me otorga la
Casa de la Literatura Peruana a lo mejor ayude a que ello ocurra.
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