sábado, 13 de junio de 2020

Mesianismos pandémicos


Pedro Favaron

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uando hablamos de los pueblos indígenas como “vulnerables” o “subalternos” lo hacemos desde un lugar de enunciación que se asume a sí mismo como privilegiado y superior. Queremos asistir a los pueblos indígenas porque consideramos que ellos solos no pueden, que necesitan ser traducidos y que sus protestas deben ser canalizadas por los expertos. A partir de la crisis desatada por la epidemia del coronavirus, he leído con sorpresa la noticia de un diario mexicano que comentaba que un grupo de artistas peruanos estaba organizando una donación y venta de obras para “salvar” a los pueblos indígenas. Entiendo que el titular no fue dado por los artistas ni por los organizadores, que hicieron una noble tarea, sino que responde a las lógicas sensacionalistas de la prensa. Además, el titular fue luego correctamente cambiado. Sin embargo, el lapsus parece mostrar cierto ánimo mesiánico que anida en el corazón de algunos aliados de los pueblos indígenas; no puede olvidarse que la élite letrada (sobre todo la de raigambre indigenista y de izquierda) siempre ha pensado que los pueblos indígenas precisan de su guía iluminada.

Desconocemos las fuerzas espirituales, las capacidades de adaptación y la resilencia de estas culturas frente al sistemático intento, desplegado por los Estados modernos, de quebrarlas, de arrinconarlas, de destruirlas. A pesar de las evidencias de la fuerza interna de las comunidades, desde los sectores progresistas de la sociedad nacional, una y otra vez, se clama la necesidad de que el Estado intervenga sobre la vida y el futuro de los pueblos indígenas. ¿A qué se debe que no tengamos una mayor capacidad de organizarnos al margen del aparato estatal y que siempre que sucede algún imprevisto clamemos al Estado, casi como por un impulso reflejo, como si no supiéramos el populismo vacío de los gestos políticos y la corrupción que anida en el Leviatán burocrático? ¿Es que tan arraigado está el paternalismo en nuestra psique colectiva? Pero, solamente para aclarar, por si fuera necesario: los pueblos indígenas se van a “salvar”, solo si ellos quieren “salvarse” y se organizan para ello. Y en mi muy humilde opinión, que no pretendo que sea una verdad incuestionable, la posibilidad de que los pueblos indígenas se preserven en salud y vigor cultural, pasa por conseguir cierta soberanía alimentaria, política, pedagógica, lingüística, medicinal, tecnológica, territorial y espiritual. Y no por pedir una mayor intervención estatal.

Las formas de hacer política desde el Estado han debilitado el liderazgo y la autonomía de los pueblos indígenas. Todos los Estado modernos del continente americano, desde Canadá hasta Argentina, al menos desde el siglo XIX, han tratado de identificar a un grupo de líderes indígenas que puedan considerarse “representantes” de sus pueblos, para separarlos de sus bases y corromperlos. Sin embargo, dentro de las propias dinámicas indígenas, no existió nunca un concepto de representación, a la manera de las actuales democracias; ningún dirigente es lo suficientemente fuerte como para imponerse sobre la asamblea comunitaria, sino que los dirigentes deben ser portavoces de las asambleas. Y no pueden tomar ninguna decisión ni firmar ningún documento al margen del consenso de las asambleas. La misión principal de los dirigentes de las organizaciones y federaciones indígenas es la de ser intermediarios entre los pueblos, el Estado y los organismos internacionales. No deben aparecer como líderes mesiánicos, ya que tal actitud no es propia de la desjerarquización social que ha caracterizado desde antiguo a los pueblos amazónicos. Sin embargo, debido la interferencia de los Estados, los dirigentes indígenas, muchas veces, se vuelven una nueva clase social, separada del pueblo, que vive en las periferias de las ciudades y capta las ayudas económicas para su propio beneficio. Los dirigentes rara vez visitan las comunidades que dicen representar y en nombre de las cuales reciben fondos. Esto lo sabemos todos acá; y las comunidades lo denuncian reiteradamente.

Por ejemplo, el término Apo Koshi se ha puesto de moda para designar a los líderes del pueblo shipibo-konibo. Ahora muchos se hacen llamar Apos. Sin embargo, se trata de un neologismo bilingüe – quechua/shipibo - un tanto inapropiado; si traducimos el término Apo, tal como suele ser usado por las comunidades altoandinas, directamente al shipibo, el equivalente es Ibo, nombre que no corresponde para designar a otro ser humano. Las funciones de liderazgo comunal y de dirigencia de las organizaciones no tienen un término propio en lengua indígena porque corresponden a nuevas formas de hacer política, impuestas por el Estado, que nada tienen que ver con las dinámicas de organización social de los ancestros. Deben entenderse que los jefes y las autoridades actuales de las comunidades ocupan cargos rotativos, que duran poco tiempo y que cualquier persona mayor de edad que viva en la comunidad por algunos años puede ocupar. Lamentablemente, los dirigentes políticos de los pueblos indígenas han aprendido mucho de las mediocres formas de hacer política que imperan. Cuando pensamos sobre la tendencia humana a la corrupción no conviene ser esencialistas y considerar a los miembros de los pueblos indígenas, por el mero hecho de ser indígenas, al margen de las desviaciones que laceran al resto de la sociedad nacional. El populismo simplón de los políticos es una enfermedad muy contagiosa, que se ha propagado entre los dirigentes indígenas y también entre los intelectuales.

Si bien resulta fácil romantizar a los pueblos indígenas desde la ciudad, la mayoría de las poblaciones están atravesadas por las antinomias de la modernidad expansiva, las expectativas de la economía mercantilista y los modelos comportamentales de los medios de comunicación. Aunque hay excepciones, los saberes ancestrales de los pueblos indígenas (no creo que nadie pueda negarlo) se están perdiendo, por lo general, de forma bastante acelerada; y los propios jóvenes, en su mayoría, no quieren practicarlos, porque los consideran poco sofisticados. Cada persona, cada comunidad y cada nación, tiene la responsabilidad intransferible de salvaguardar su herencia y la libertad de decidir sobre su destino. Los pueblos indígenas no son mancos ni cojos que necesiten ser salvados por el Estado o por los intelectuales y artistas progresistas; son pueblos fuertes y resilentes que precisan, según mi parecer, que cese la opresión histórica que el Estado ha desplegado sobre ellos de forma sistemática, para que puedan decidir en libertad su propio destino, sin tener que cumplir con la agenda ideológica de nadie. Mi forma de entender la salud cultural y los pasos a seguir para alcanzarla no es más que una propuesta, que hago en mi condición de comunero de una comunidad indígena; pero serán finalmente las comunidades y cada una de las familias e individuos, quienes elijan qué relación establecen con los antiguos, de qué manera viven el presente y cómo se proyectan hacia el futuro.

San José de Yarinacocha, junio 2020

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