Sara Beatriz Guardia
Decencia y recogimiento en el vestir
Texto correspondiente al primer capítulo del libro: Dominga, Francisca, Flora. Soy una figitiva, una profana, una paria.
Texto correspondiente al primer capítulo del libro: Dominga, Francisca, Flora. Soy una figitiva, una profana, una paria.
El 2 de febrero de 1784, Carlos III concedió a
Don Antonio Álvarez y Jiménez, Teniente Coronel de los Reales Ejércitos, el
cargo de Gobernador e Intendente de Arequipa, una de las más importantes y extensas administraciones
del Perú que comprendía,
Camaná, Moquegua, Arica, Tarapacá,
Cailloma y Condesuyos. Capitán del Regimiento de Galicia
de reconocida actuación en Europa, Álvarez y Jiménez arribó a Arequipa en 1785, y pronto recorrió los pueblos y distritos más alejados, cuya abundante
documentación refleja el estado y situación de sus pobladores; también sus
costumbres y anhelos. Entonces, era Inquisidor en Lima, Francisco de Abarca y Gutiérrez de Cossío, natural de
Santander.
Durante el recorrido advirtió que en todas las
provincias existía un clima de tensión frente al abuso de poder; y no se
trataba solo de algunas ciudades, Álvarez y Jiménez visitó San Juan Bautista de Characato, Mollebamba; las
parroquias de Santa Marta, Yanahuara, Caima, Paucarpata, Sabandía y Chiguata. Posteriormente
recorrió los pueblos de Chuquibamba, Pampacolea, Viraco, Andagua, Choco,
Cayarani, Chachas, Orcopampa, Salamanca, Yanaquigua, Mollebaya, Quequeña,
Yarabamba, Moquegua, Cárumas, Ubinas, Ornate y Puquina. Entre 1791 y 1793, Tambo,
Vítor, Uehumayo, Locumba, lio, Ilabaya y Candarave; y finalmente hasta 1796, Tacna,
Arica, Tarata, Copta, Belén y
Zama.
Al regreso de uno de sus viajes, el Gobernador
Intendente, permaneció varios días en sus habitaciones sin hablar con nadie.
Repasó diferentes acontecimientos de su vida que lo habían conducido hasta ese
momento, y supo que estaba destinado a poner orden en la ciudad. Era un día soleado
y quieto cuando apareció en la puerta de su dormitorio con el rostro
desencajado por el insomnio, y se dirigió a su despacho a medio vestir ante la
mirada atónita del mayordomo. Había terminado de escribir las memorias de sus
visitas, que contenían las medidas que dictó “para el mejor gobierno y policía
de la ciudad de Arequipa”. Era el jueves 1 de marzo de 1792:
“Que las casas donde se vendiesen licores y brebajes se cerrasen a hora cómoda, (…) y que están obligados así éstos, como todos los demás Oficios y Artesanos a mantener un farol en la puerta cuya luz alumbrase hasta las diez de la noche, hora límite de funcionamiento. (…) Que ninguna persona pudiese llevar espada desnuda, ni con la bayna abierta, ni usar otras cualesquiera armas de acero, o de fuego, ni otros instrumentos agudos y cortantes…” También prohibía los juegos y apuestas."
Exhortaba al cumplimiento de los contratos
celebrados con cualquier persona, y que “los negros, negras y demás gente de
color” que hubiesen fugado fueran aprendidos y apresados. Gente levantisca y maleducada
que tenía la mala costumbre de dejar animales a la entrada de las casas
estorbando el paso y desmereciendo el ornato de la blanca ciudad. Ya el 31 de mayo de 1789, se había expedido
una Real Orden sobre los esclavos.
También existían referencias para los
plateros, los comerciantes de ropa, comisarios, médicos, tintoreros, escribanos
y procuradores. Hasta ahí no había nada nuevo. En otras ocasiones se había
intentado regular la venta de licor, el juego y el uso de armas. Pero lo que
produjo gran revuelo fue lo que venía a continuación: se prohibía a las mujeres
el uso de “trajes escandalosos por respeto y temor a Dios y adoración de las
santas imágenes”. Aunque a decir verdad, tampoco era una novedad. Años antes, Juan
Ramos de Lora, primer obispo de Mérida, Venezuela, y fundador del Real Colegio Seminario de San Buenaventura,
fijó rígidas normas de cómo debían ir vestidas las mujeres a la iglesia,
siguiendo una antigua costumbre que vincula el vestido femenino con el honor y
la decencia.
En los siglos XVIII y XIX, en un orden social
basado en clases y raza, el honor ocupó un lugar dominante. Como señala Sara
Chambers, el sentido del honor, la vestimenta, y los títulos oficiales
afirmaban la legitimidad del dominio español, también un discurso patriarcal
donde el honor era preponderantemente masculino.
La ordenanza del
Gobernador Intendente de Arequipa, fue acogida con beneplácito por la Iglesia.
Desde el púlpito, varios sacerdotes lanzaron encendidos discursos contra las
mujeres que se empeñaban en vestir trajes ajustados, con abundancia de rellenos
para aumentar las caderas y senos con varillas de madera y fierro; amplísimas
faldas redondeadas por el uso de aros de metal, faldellines tan angostos y
encarrujados que caminaban acortando el paso y dando pequeños saltos. La arenga
dirigida a sectores pudientes y conservadores dividió a las mujeres, las de mayor edad y las casadas se mostraron a favor del
vestir con “decencia y recogimiento”, mientras que las jóvenes pugnaban por
continuar usando adornos y sayas de seda
que resaltaban su provocativa belleza. Los exhortos continuaron sin que el influyente obispo de Arequipa, Pedro
José Chávez de la Rosa rompiera su
silencio, hasta que los primeros días de diciembre de ese año llegaron a
Arequipa procedentes del Colegio de Tarija tres austeros monjes franciscanos:
fray José Neves, fray Antonio Comajuncosa y fray Tomás Nicolau.
Temprano al día siguiente
se dirigieron a visitar al obispo a fin de obtener el permiso e iniciar su misión.
Chávez de la Rosa les explicó el carácter y las costumbres de la feligresía
arequipeña, a veces un tanto díscola pero en general obediente y piadosa; y
tuvo especial cuidado en advertirles que no mencionaran en sus sermones el tema
de los trajes ajustados, ni los rellenos y los aros prohibidos a las mujeres.
- No hay necesidad de atizar un fuego que se
está extinguiendo - les dijo mientras los observaba dirigirse a la puerta.
Pero eso fue precisamente lo que hicieron los
frailes en su primer sermón en la Catedral. Arremeter contra “la vanidad e
indecencia de las mujeres”, al usar adornos y atavíos que eran instrumento del
demonio. Levantando los brazos al cielo, Fray José Neves invocó a los
sacerdotes para que negasen la comunión a las mujeres que persistían en usar vestimenta
del pecado, y conminó a los jóvenes para que al verlas pasar exclamasen
volviendo el rostro: ¡Ave María Purísima!
Tan convincente fue el discurso, tal pasión y
certidumbre expresó, que varias damas salieron del templo, se quitaron aros y
almohadones y les prendieron fuego en la Plaza de Armas, centro político,
religioso y comercial de la ciudad. Mientras enardecidos grupos de jóvenes
recorrían las calles gritando: ¡mueran los aros! atropellando a las mujeres que
encontraban a su paso, insultándolas y arrebatándoles joyas y adornos.
Al final del día la ciudad estaba
conmocionada. En los hogares de las mujeres agredidas había indignación. ¿Cómo
era posible que el Intendente Gobernador don Antonio Álvarez Jiménez haya
ocasionado ese daño con su ordenanza? Él que comprendía tan bien a Arequipa,
que durante años recorrió pueblos y valles que describe en sus Memorias.
Hombre culto y dedicado a la ciudad, encargó al secretario de la Intendencia,
Francisco Vélez y Rodríguez, topógrafo y matemático, levantar el más antiguo
mapa que se conoce de Arequipa en 1794.
Un nutrido grupo se dirigió al Palacio del
Gobernador dispuesto a exigirle que así como había dado la ordenanza de igual
manera resolviera el asunto. Álvarez Jiménez los recibió amablemente y les
explicó el sentido de su ordenanza, concluyendo que era la Iglesia la llamada a
serenar los ánimos, puesto que él ni había condenado, ni arremetido contra las
mujeres invocando su excomunión.
- Solo intento poner orden en Arequipa como
corresponde a mi investidura – dijo. Era un hombre afable, respetado, casado
con la dama española, María Isabel Thomas Ranze, y padre de Ignacio Álvarez
Thomas, que luchó en el sitio de Montevideo en 1807, y participó en la
Revolución de Mayo.
Todos guardaron silencio consternados, era más
fácil confrontar al Gobernador que al obispo. Álvarez Jiménez entendió
rápidamente el desánimo reflejado en los rostros y llamó a su secretario.
- Diríjase donde el obispo Chávez de la Rosa
acompañando a estos señores y dígale de parte mía que resuelva la situación lo
más pronto posible.
Por las calles de Arequipa todos siguieron al
secretario hasta el Palacio Episcopal de San Juan Nepomuceno, mientras en el recorrido se fueron uniendo más y más personas. Fiel a su
costumbre de no involucrarse en problemas que consideraba menores, la primera
reacción del obispo fue bajar el tono de la protesta calificando de “travesuras”
la acción de “los muchachos”. Pero cuando el secretario le repitió que estaba
allí en nombre del Gobernador, tuvo que aceptar que la responsabilidad había
recaído en el jefe de la Iglesia y que era necesario obrar con celeridad.
No era momento para crear más problemas. Por
doquier estallaban revueltas y conspiraciones y el descontento era cada vez
mayor. ¿De qué había servido que a finales de 1778 y por orden real se
prohibiera la lectura de Historia de
América de William Robertson, a propósito de la independencia de Estados
Unidos? De nada, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Amantes del País,
y el primer número del “Mercurio Peruano”, la inicial publicación que afirmó un
sentimiento patriótico, apareció el 2 de enero de 1791.
El obispo Chávez
de la Rosa envió un mensaje al Dean de la Catedral de Arequipa, Juan de la Cruz
de Errasquín, con una orden terminante. Poco después el Dean convocó con
carácter de urgencia a los padres franciscanos, y cuando los tuvo al frente les
leyó la Ley 19, Título 12, Libro I de la Recopilación de Leyes de Indias, que
advierte evitar todo acto que pudiera originar inquietudes contrarias a la
doctrina de la Iglesia, y los conminó a pedir disculpas públicas a la
feligresía al día siguiente a más tardar.
Nunca había sucedido nada semejante en
Arequipa. Toda la ciudad se volcó a las
calles con dirección a la Plaza de Armas para escuchar a los frailes. El
primero en aparecer fue fray Tomás Nicolau, quien con voz serena pronunció un
discurso totalmente ajeno a los acontecimientos del día anterior. Ante el asombro
de la concurrencia se abocó a condenar la usura y la codicia, y así como había
entrado, con aire de recogimiento y actitud de orar se retiró. El segundo, fray
José Neves, con voz dolida explicó que
no había sido su intención producir desmanes ni ultrajes, sino más bien lograr la gracia de Dios
para hombres y mujeres.
- Es el demonio
que se ha interpuesto en nuestro propósito – concluyó consternado.
- Les pido
mantener la pureza de corazón para que Satán no vuelva a engañarnos – agregó
fray Tomás Nicolau.
Apareció
entonces fray Antonio Comajuncosa. Con voz apagada pidió a la Virgen María
espíritu de reflexión y protección para la ciudad de Arequipa, y poniéndose los
tres de rodillas rezaron un Ave María seguido por un emocionado gentío. Al cabo
de lo cual se retiraron cabizbajos y dolientes.
Doña María
Magdalena de Cossío y Urbicaín había
seguido la explicación de los frailes desde un lugar apartado. Las mujeres que
insistían en vestirse de manera inadecuada eran las verdaderas culpables del
escándalo, pensó mientras se dirigía al carruaje que la esperaba a poca
distancia. Era hija
de don Mateo de Cossío y de La Pedrueza, natural de la Villa de
Castro Urdiales del Obispado de Santander, caballero de la orden del Glorioso
Apóstol Santiago, Teniente Coronel del Ejército y Coronel del Regimiento de
Caballería de las Milicias Provinciales regladas de Arequipa. Su madre, doña
María Joaquina de Urbicaín y Carasa, era oriunda
de Arequipa. Don Reymundo Gutiérrez de Otero, su esposo, también era caballero de la orden del Glorioso Apóstol Santiago y Teniente
Coronel del Regimiento de Milicia, oriundo del Valle de Soba en el Obispado de
Santander, hijo de don Tomás Gutiérrez de Otero y de doña Josefa Martínez del
Campo.
Había sido un largo día. Desde temprano empezó
el movimiento de los criados preparando los carruajes para dirigirse a la Plaza
de Armas. Doña María Magdalena, que así la llamaban todos a pesar de sus
escasos 15 años, le dio de lactar a su pequeño hijo, José María, de cuatro meses de
nacido, y a modo de saludo le dijo a su marido:
- Su ilustrísima, el obispo Chávez la Rosa, no
ha debido obligar a esos buenos frailes a que pidan disculpas.
- No tenía otra elección – repuso amable don
Reymundo.
- ¿Cree usted que podría asistir hoy a la
Iglesia? - preguntó.
Se habían casado, tal como consta en la
partida de matrimonio registrada en la Parroquia del Sagrario, el 2 de mayo de
1791 en el oratorio
público del Palacio Episcopal de San Juan Nepomuceno. El
obispo Pedro José Chávez de la Rosa los desposó y ofició la misa. Don Reymundo tenía 38
años y doña María Magdalena 14; fueron sus testigos el
Vicario General, Mariano Rivera Araníbar, el Cura Rector José Antonio Pérez, el
Capitán de Regimiento de Lima, Joseph de Noriega y Chávez, y el Teniente Coronel
de Milicias, José Tristán y Carasa.
Doña María Magdalena lució un elegante vestido
de raso ribeteado de encaje, pechera y puños de rosalina perlada, bordado de
moda en el siglo XIX que consistía en flores adornadas con pequeños círculos
parecidos a las perlas. Llevaba los
cabellos recogidos en bucles cubiertos con una mantilla de seda bordada en
plata, y un rosario de nácar en las manos que delataban su nerviosismo. La
seguía su pequeño hermano, José Mariano de Cossío y Urbicaín, con un cortejo de
niños. Pese al lujo del atuendo y a la distinción de su familia, no aportó una
dote significativa. Según el inventario de bienes realizado antes de celebrarse la boda,
don Reymundo poseía 232,492 pesos en
bienes y mercadería de sus casas comerciales establecidas en Cádiz,
Arequipa, Camaná, Puno, Cusco, Oruro y
Cochabamba, mientras que ella figura solo con 16,940
pesos.
Entre los notables de la
ciudad que asistieron al banquete ofrecido en honor de los recién casados, le
correspondió el primer lugar al obispo Pedro José Chávez
de la Rosa, quien desde que tomó posesión de su diócesis el 6 de setiembre de 1778, dejó sentir su influencia en el desarrollo de las ideas liberales
de Arequipa. Reorganizó el Seminario San Jerónimo, convirtiéndolo en un
importante centro de estudios donde se impartían cursos de Teología, Sagrada
Escritura, Disciplina Eclesiástica, Doctrina Cristiana, Latín, Griego,
Gramática Castellana, Filosofía, Matemática, Física, Derecho Natural, Derecho
Civil y Canónico.
En las aulas del Seminario de San Jerónimo se
formó una generación de brillantes peruanos que a partir de 1810 cumplieron un
rol decisivo en la lucha por la independencia: Francisco Xavier de Luna
Pizarro, Mariano Melgar, Francisco Gonzáles de Paula Vigil, el
sacerdote Mariano José de Arce, José María Corbacho, Benito Lazo, Andrés
Martínez, Evaristo Gómez Sánchez, Ángel Fernando y Francisco Quiroz. Unidos a
las aspiraciones e ideales de Francisco de la Fuente y Loayza, coronel Mateo de
Cossío, Mariano de Rivero y Araníbar, Martín de Arispe, Juan de Egaray, Marcos
Dongo, Fray Gualberto Valdivia, Manuel Amat y León, y Juan Pablo Vizcardo y
Guzmán. Este último formó parte del grupo de jesuitas expulsados en
1767 por Carlos III, y quien redactó su Carta a los españoles-americanos,
en Italia donde se encontraba exiliado, sin imaginar la repercusión que tendría:
(…) Queridos hermanos y compatriotas! (…) puesto que [España] siempre nos ha tratado y considerado de manera tan diferente a los españoles europeos, y que esta diferencia solo nos ha aportado una ignominiosa esclavitud, decidamos ahora por nuestra parte ser un pueblo diferente! Renunciemos al ridículo sistema de unión y de igualdad con nuestros amos y tiranos; renunciemos a un gobierno que, a una distancia tan enorme, no puede darnos, ni siquiera en parte, los grandes beneficios que todo hombre puede esperar de la sociedad a la que se encuentra unido (…).
En la noche, doña María Magdalena de Cossío y
Urbicaín se dirigió a su dormitorio, donde su criada la esperaba con ropa tibia
para contrarrestar las frías noches de Arequipa. Era la habitación más amplia
de la casa y la cama matrimonial se alzaba al centro sobre un entarimado,
rodeada de una barandilla y cortinas de suaves colores. Permaneció en silencio
mientras la criada la ayudaba a desvestirse, colocando con cuidado sobre el
sofá, vestido, enaguas, calzón largo, chales y medias de seda, para después
volverla a cubrir con un camisón de lana que le llegaba hasta los píes, de
mangas anchas y abrochado adelante, medias y una cofia en la cabeza. Con las
manos alisó el camisón alrededor de su cuerpo, y se quedó profundamente
dormida.
Posteriormente la pareja eligió como morada
definitiva una de las más representativas residencias, ubicada en la antigua
calle Real, actualmente calle San Francisco esquina con Moral, construida entre
1736 y 1738 por el general Domingo Tristán del Pozo y su esposa Ana María. La
misma que pasó después a propiedad de su hijo, el general José Joaquín Tristán,
quien la vendió en 1778 al obispo de Arequipa, Manuel Abad y Illana, que la
cedió a los Padres Agonizantes de la orden de San Camilo. Donación que no pudo
hacerse efectiva debido a una deuda de 21,500 pesos por lo que fue rematada en
1793, fecha en que la compró don Reymundo Gutiérrez de Otero.
Contenido del libro
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